Capítulo 44. No estoy bien

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Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 44.
No estoy bien

Esther no se calmó o respiró tranquila hasta que ya estuvieron a varios kilómetros de Eola, y conducían hacia el sur por la 99W. Una vez que Lily se subió, la camioneta conducida por Esther salió disparada de su escondite detrás del hospital psiquiátrico, dirigiéndose hacia la carretera, tomando la ruta hacia al oeste en dirección a Rickreall. No escuchaba aún las sirenas de policía venir desde Salem, pero estaba segura de que no tardarían mucho más. No pararían en Rickreall, ni en ningún otro sitio por las siguientes dos horas al menos. Aunque el próximo paso en su misión era entregar a ambas niñas en Los Angeles, de momento no tenían un destino inmediato fijo. Sólo conducirían hacia el sur hasta que sintiera que estaban a salvo, o se cansara de conducir y necesitaran descansar. Todo había salido relativamente bien, pero no deseaba tentar de más su aparente buena suerte.

Lily estaba sentada en el asiento del copiloto, mientras Samara se había sentado atrás. Ésta última no había dicho palabra alguna desde que salieron de Eola. De hecho, ni siquiera se movía. Estaba sentada, con su cabeza apoyada contra la ventanilla, y todo su cuerpo flojo como si durmiera, aunque sus ojos estaban abiertos, fijos en la oscuridad que envolvía el suelo de la camioneta bajo sus pies, sólo alumbrado de vez en cuando por la luz de algún otro vehículo que pasaba a su lado. Esther le había improvisado un vendaje rápido en su mano y un curita en su mejilla del botiquín que usaba para tratar la pierna de herida.

—¿Y qué le pasa a nuestra nueva compañera de viaje? —Cuestionó Lily con curiosidad, mirando por encima de su asiento hacia atrás.

—Déjala en paz —le reprendió Esther sin quitar sus ojos del camino—. Creo que acaba de matar a su madre.

—¿Enserio? —Lily echó un vistazo más cuidadoso a la niña en el asiento trasero. Se veía algo escuálida y no sentía gran amenaza brotar de ella. De hecho, no sentía nada de ella: ni miedo, ni tristeza... nada. Como si fuera un simple cadáver, y en verdad casi se veía como uno. Como fuera, de momento no era su problema. Se encogió de hombros y se acomodó de nuevo en su asiento—. Gran cosa. Yo maté a mi padre y no me ves lloriqueando.

Esther la miró sutilmente por el rabillo del ojo unos momentos, pero casi de inmediato se volvió de nuevo al camino.

—Yo maté a ambos —susurró despacio, como si no tuviera genuino interés en que su acompañante la oyera—. A mi madre y a mi padre... más de una vez.

— — — —

A lo largo de su vida, Matilda había sufrido varios tipos de heridas, pero nunca la de una bala atravesándole el cuerpo, pese a que no había sido la primera vez que le disparaban (la misma mujer acababa hace sólo unos días de hacerlo en circunstancias bastantes similares). No le había resultado tan doloroso en el momento, más como un ardor molesto. Sin embargo, pasado el tiempo y la adrenalina, dicho ardor fue incrementándose hasta volverse insoportable. En comparación, la mordida en su tobillo que le había hecho aquel perro en el hospital de Portland se sentía insignificante.

La habían encontrado sentada en un pasillo cuando ya le fue imposible caminar; apenas estaba consciente. Se había aplicado algo de alcohol que había encontrado en una de los consultorios, y luego se hizo un vendaje lo mejor que pudo usando sólo su mano izquierda. Dos enfermeras la trataron lo más rápido posible, limpiándole la herida y vendándosela de forma más apropiada. Mientras lo hacían, repitieron con insistencia lo afortunada que era, pues la bala había entrada y salido, y no parecía haber nada importante herido. Matilda difícilmente podía creer que pudiera haber algo de buena suerte en todo eso.

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