7. 1. - "¡Tengo miedo!"

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Ese día hacía mucho calor, de una forma totalmente inusual para la época del año que era en pleno corazón de Londres. Solo a un loco se le ocurriría hacer correr a unos adolescentes de catorce años bajo el sol en una pista cuyo suelo de asfalto parecía estar literalmente ardiendo, pero el profesor de educación física, Brown, nunca había sido una persona muy sensata, y unido al odio visceral que sentía por su trabajo, en el que había acabado tras una carrera frustrada como deportista de élite, explicaba tal situación.

Todos sudaban, resoplaban entre gritos del profesor Brown y si alguno se detenía, lo perseguía para empujarlo, obligándolo a continuar entre palabras nada amables.

A Ryan, a pesar de tener ya una buena musculatura incluso sin estar totalmente desarrollado, se le pasó por la cabeza que se moriría, que se ahogaría por la falta de oxígeno y sus extremidades se derrumbarían echando todo su cuerpo a tierra.

Solo escuchaba sus propios jadeos, una sucesión de gemidos que le inquietaba, un latido, seguido de un "ah" mientras el mundo daba vueltas a su alrededor. No veía nada y de repente algo le alcanzó como un latigazo doble en la espina dorsal. Echó la cabeza hacía atrás y gritó.

Sus compañeros se detuvieron de repente y hasta el profesor se le quedó mirando. Entonces Ryan aún tenía una apariencia muy infantil, con todo el cuerpo casi sin vello. La ropa dejaba asomar una piel tierna, blanca y repleta de pecas, pero entonces estaba enrojecida, perlada por el sudor y tensa, como si los músculos de repente se hubiesen apretado contra la carne, amenazando con romperla.

Se retorció con un escalofrío, esta vez como si el latigazo fuese desde su escroto hasta la punta de su cabeza. Se agitó como si su cuerpo le hubiese quedado de pronto pequeño y las hormonas ascendieron con fuerza, llenando el aire de un penetrante olor dulce y a la vez picante.

La caída fue instantánea y el caos se originó. Los omegas se derrumbaron presas de un celo violento y los alfas les siguieron.

Lo que ocurría no lo recordaba, ni quería hacerlo, pero las sensaciones estarían presentes siempre en su mente. El sabor de la sangre en su boca, el sonido de su propio reclamo, el dolor de su erección apretando contra los pantalones hasta cortarle la circulación... El aire olía a deseo y miedo.

Cuando despertó, varios días después, Ryan estaba en el hospital. Su madre estaba a su lado, pero no quería tocarle y él no tenía valor para preguntar qué había sido exactamente lo que había pasado, y lloró, desgarrado.

Fue expulsado del colegio dos semanas, pero nadie hablaba de eso, no delante de Ryan, quien asintió horrorizado al cambio de su propio cuerpo. En una semana enfermo y de repente creció y su cuerpo se llenó de pelo por todas partes, un fuerte vello castaño con hebras pelirrojas y en ocasiones rubias, y su voz abandonó para siempre su cadencia infantil para pasar al registro de bajo.

Ryan no quería salir de su habitación y pasaba el día acurrucado en su cama, que se le había quedado pequeña, pensando en demasiadas cosas, entre ellas el suicidio como una posibilidad lejana pero siempre presente, hasta que su madre reorganizó todas sus ideas y se armó de valor para hablar con él.

Mo cridhe — murmuró Beth, sentándose al borde de la cama con una voz muy suave que rebosaba amor — ¿No quieres hablar con mamá de cómo te sientes?

Asustado, Ryan se encogió cuando ella le tocó el omóplato. Estaba dándole la espalda, paradójicamente frágil aun con su enorme apariencia.

—Mírame, mo bhalaich. — volvió a intentar en voz baja. Beth intercalaba con mucho mimo palabras en gaélico para tranquilizarlo, como si le estuviese cantando una canción de cuna.

—Estás enfadada. — aseguró Ryan al borde de las lágrimas, encogiéndose todavía más.

—Sí, mo mac. — le aseguró su madre, pero se apresuró a añadir, angustiada. — Pero no contigo. Estoy enfadada con el mundo, con el colegio y conmigo misma, pero no contigo. Tú eres el único con el que no estoy enfadada. Necesito que me creas, Ryan. Por favor, mírame.

No demasiado convencido, Ryan se giró para mirar a Beth. Tenía los ojos rojos y las mejillas irritadas no solo por el llanto, sino por la barba que le había empezado a salir. Beth se sintió bastante impresionada al verla, pero intentó ocultarlo, aunque no pasó desapercibido para su hijo, quien agachó la mirada, desolado.

—Estás muy guapo, a leannan. — le aseguro Beth, cogiéndolo de las mejillas para agachar su cabeza y besarle su frente. Luego suspiró. Tenía ganas de acurrucarlo contra su pecho y dejarlo que durmiese sobre ella, pero sabía que aún tenía muchas cosas que decirle. — He estado hablando con la doctora Shaik. Tiene los resultados de las pruebas que te hicieron. Padeces TCA. Es un problema hormonal alfa que provoca episodios de celo espontáneos.

El chico jadeó, y se apartó de su madre hasta darse con la espalda en la pared. Su madre lo miró con los ojos caídos y tristes, llenos de resignación. Sí, ella también había pensado en los peligros que podrían correr a partir de ahora. Ella era una omega sin unión, lo que, hasta entonces, solo había sido un problema por las habladurías de gente malintencionada, cuya naturaleza había intentado Beth ocultar siempre a Ryan. Ahora podían hacerse realidad y aunque no lo quería admitir, Beth estaba tan asustada como Ryan.

—¿Hay tratamiento? — preguntó Ryan, reuniendo al fin valor para ello.

—Sí, hay uno, pero... — Beth se interrumpió, cerró los ojos y contó hasta tres mientras daba largas respiraciones, luego prosiguió — como medida preventiva, dada nuestra situación, el gobierno me ha ofrecido una subvención para operarme.

—¿Operarte de qué?

—Se trata de una operación muy sencilla. Apenas pasaría tres días en el hospital. Tu tío Rob se quedaría contigo.

—¡A màthair! ¡¿Qué operación?! — gritó, cogiendo a su madre de los hombros. Beth se mostró reacia, pero finalmente confesó.

—Extirpación de la glándula del celo.

Los ojos de Ryan temblaron, volviéndose de pronto cristal líquido. Su madre, que había intentado mantenerse serena, comenzó también a llorar, pero siguió intentando reconfortarlo entre sollozos, y convencerlo de que no le importaba aunque aquello supusiese una mutilación de su propio cuerpo.

—¡No, mamá, te lo suplico! ¡Por favor, no lo hagas! — gritó aferrándose a la camiseta de su madre y tirando de ella. — ¡Si lo haces te juro que me moriré!

—¡RYAN! — gritó alarmada Beth. Intentó levantarse de la cama, pero él la seguía sosteniendo y al final ambos cayeron al suelo.

—¡Perdóname, mamá! ¡Me tomaré siempre la medicación, no volverá a pasar! ¡Mamá, no lo hagas! ¡Tengo miedo!

Beth abrazó a su hijo con toda la fuerza que pudo reunir, apretando su rostro contra su pecho para que no pudiese ver su rostro de angustia. Se enfrentaba a una terrible tesitura y estaba fallando. Como madre no sabía qué hacer, ni siquiera era capaz de reconfortar a su pequeño, quien ahora le sacaba dos cabezas.

No podía pensar, solo podía sentir cómo su corazón se rompía cada vez más al oír a Ryan suplicar, tan indefenso y tembloroso como un bebé desnudo en la nieve.

Cerró los ojos para tomar aliento y finalmente susurró.

—De acuerdo, Ryan. Te creo. No me operaré. ¿Me has oído? Pero tienes que ser fuerte, por mamá.

Y así Ryan aprendió a vivir con miedo.


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NA: ¡Hola, queridos lectores!

Me apetecía escribir este extra para poner más en contexto. Por otra parte tengo una noticia importante que dar. El próximo capítulo se retrasará hasta el 16 de agosto, debido a que he decidido tomarme un pequeño descanso. Hace demasiado calor y necesito pensar, pero tranquilos, sigo trabajando en mis historias.

¡Nos vemos dentro de unas semanas!

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