LO DIGO TODO

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Sonrío. Es la primera vez que voy en un Ferrari. Y chillaría de emoción, pero me da miedo que de mi boca salga algo más que un chillido... Tengo demasiadas náuseas. Además, ya grita Oier por los dos:

—¡¡¡Esto es brutal!!! —Nunca antes se había expresado así. Debe de estar muy emocionado. Disfruta acelerando a fondo por la carretera rodeada de árboles que nos llevará a la civilización—. Gracias, ¡Andrés! Has hecho que cumpla mi sueño de conducir una bestia como esta.

—De nada, hombre... —musito—. Pero cuidado, no se te vaya a cruzar algún animal. Es época de ardillas... ¿no?

Me ignora, está demasiado feliz como para preocuparse por atender mis tonterías. Es como un niño con un juguete nuevo. Y mientras él acelera, reduce ante las curvas, acelera a fondo de nuevo, derrapa..., yo me dedico a cruzar los dedos para no vomitar. Qué buen equipo hacemos.

En un abrir y cerrar de ojos —bastante literal, porque creo que me he dormido durante una gran parte del camino— hemos llegado. Oier para frente a mi portal.

—Ya está. ¿Necesitas ayuda en algo más? —pregunta, y es que creo recordar que ni siquiera les he dicho a qué venía con tanta prisa.

—No. Tan solo deséame suerte.

—Suerte —contesta. Simple. En su línea.

—Gracias, amigote. Te debo una. —Salgo del coche, y avanzo hasta la entrada del edificio.

Escucho cómo acelera a mis espaldas y se marcha, pero no me vuelvo a despedirlo. Bastante tengo con mantenerme en pie. Llego a la puerta, me apoyo en ella y, antes de sacar las llaves, observo el reloj unas cinco veces para lograr entenderlo: son las 9.02 h. Justo a tiempo de ver a Rebeca. Quiero estar presentable frente a ella, por lo que me quito el pañuelo ensangrentado de la nariz —aunque me dejo manchas de sangre por toda la cara— y, siguiendo el consejo de Maria, me tomo el caramelito de menta en forma de pastilla que me ha dado.

—Ay, Dios... ¡Drogadictos! ¡Pastilleros! —escucho murmurar a una señora que pasa a mi lado.

—No es droga. —Corrijo—: ¡Es meeeenta!

Ahora sí, saco las llaves, abro la puerta y llamo a los ascensores. Llega el de la derecha. ¡Bien! Monto y rápidamente me tiro sobre la pared en busca de estabilidad. Pulso el botón de mi piso y el ascensor comienza a ascender, igual que el alcohol, que también parece subir a mi cabeza.

—Qué mareo, de verdad...

Espero ansioso ver a Rebeca, aunque ni siquiera sé si acudirá a nuestro encuentro. Ayer no lo hizo. ¿Por qué lo haría hoy? Mierda. Estoy tan tajado que no he pensado en la posibilidad de que no se presente. ¡He huido de la fiesta para nada! Me cago en... El ascensor se detiene en la segunda planta.

—¡Ay, sí! —celebro.

Nervioso, trago saliva y, con ella, el caramelo. Pongo la mirada en las puertas, atento, hasta que se abren. ¡Ya está! Trato de incorporarme y mantenerme en pie en el centro del ascensor, pero avanzo más de la cuenta y... Quedo a menos de diez centímetros de Rebeca.

Inmóviles en el umbral, nos observamos mutuamente. Mi visión es borrosa pero, eso no me impide ver sus pequitas. Oh, sus pequitas. Joder. ¡Es ella! Alza las cejas esperando a que diga algo, y yo lo digo todo:

—Rebeca, aunque seas borde conmigo, yo... —Me golpeo el pecho—. ¡Te quiero!


69 SEGUNDOS PARA CONQUISTARTE (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora