VEINTITRÉS

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Salgo de casa de Rebeca vestido con el chándal gris que me ha dejado. Me he mirado cinco veces en el espejo que hay en la entrada antes de marchar. La ropa me queda algo grande, será de Rebeca, que aun siendo más bajita que yo, usa prendas enormes. Pero no me quejo, al menos ya no parezco un demacrado. Ahora soy un dominguero vestido para ver Netflix.

Bajo hasta la segunda planta en ascensor, y antes de llamar a la puerta del C, saco el teléfono móvil y busco en la agenda el contacto de Rebeca, guardado como: «Rebe <3». Ya no me parece tan mala idea llamarla Rebe, incluso Rebequita, o Rebita... Me encanta su nombre. Deberíamos bautizar así a nuestra primera hija.

—Creo que me estoy viniendo arriba —musito y la llamo. No me atrevo a tocar el timbre sin antes avisarla.

Acto seguido, la puerta se abre y Rebeca sale al felpudo, un colorido felpudo que también me da la bienvenida: «Welcome» se puede leer sobre el material áspero y resistente en el que Rebe está apoyando sus zapatitos.

—Hola. —Sonríe y alza los hombros avergonzada.

El cabello rojizo le cubre parte del rostro y las gafas. Hoy lleva una sudadera de color azul marino y pantalones vaqueros holgados. Está guapísima.

—Hola. —Guardo el móvil, pero no avanzo.

Sigo en medio del rellano de la segunda planta. Estoy queriendo averiguar qué será lo que esconde en esa casa antes de aventurarme en ella.

—¿Pasas? —me invita.

—Eh... ¡Sí, sí! Claro. —Reacciono, y no pierdo más el tiempo.

Me adentro en la casa, cuya estructura ya conozco. Respecto a la decoración, tras ver la entrada, el pasillo y el salón, puedo determinar que predomina el estilo naútico. Los muebles son blancos, las paredes, azules, y hay decenas de detalles marineros: esculturas de faros, pinturas del mar, figuras de animales acuáticos...

—Qué bonito —opino—. Me siento de vacaciones, en la costa.

—Sí —afirma orgullosa—. El mérito es de mi amuma.

—¿De tu abuela?

—Esta es su casa.

—Ah. —Ato cabos—: ¿Tus padres y tu abuela viven en el mismo edificio?

—Mi madre y mi padre fallecieron —dice, y se me hiela la sangre. Menuda metedura de pata.

—Oh, Rebeca. Lo siento.

—Ya. —Me observa de arriba abajo—. Te queda bien el chándal. —Cambia de tema con brusquedad.

—¿Sí? —Me siento halagado—. Gracias. ¿Es tuyo?

—De mi difunto padre.

—Oh...

Sonríe y aclara:

—Es broma. Es mío.

No me hace ni pizca de gracia. No sabía que tuviese un humor tan negro.

—Ponte cómodo... —Señala el sofá de cuero blanco del salón—. ¿Algo de beber?

—Ah, pues, agua.

—Bien. —Marcha y vuelve con la bebida y un sándwich.

—Ay, ¡muchas gracias!

Rebeca se sienta a mi lado y me observa mientras pego los primeros bocados. Es bastante incómodo, sobre todo teniendo en cuenta que estamos sumidos en un rotundo silencio que tan solo se interrumpe por el sonido que hago al masticar.

—Y... —Trago el pedazo de sándwich que tengo en la boca—, ¿tú estudias o trabajas?

—Estudié enfermería.

—¿Estudié? ¿Cuántos años tienes?

—Veintitrés...

¿Veintitrés? ¡Yo tengo diecinueve! «A mí me gustan mayoreeees... » canta Becky G en mi mente. Seguramente, pondrían la canción en la fiesta de ayer.

—Ah, guay —disimulo mi asombro—. Y ahora que ya has acabado la carrera, ¿qué vas a hacer?

—Trabajo. —Se lo piensa—. Sí, estoy trabajando.

—¿Y se puede saber en qué? —Me siento un policía haciendo tanta pregunta.

—Como estudié enfermería, cuido a mi amuma.

Frunzo el ceño.

—¿Trabajas cuidando a tu abuela?

—Sí...

—¿Pero tu abuela está en una residencia para la que trabajas o algo así?

—No. Está aquí.

—¿¡¿Aquí?!? —Me levanto de golpe y se me cae agua al suelo de madera.

No tardo en limpiar el charco con la manga de la sudadera que, aunque no lo haya tenido en cuenta, no es mía. Otra cagada.

—Ay, ¡lo siento!

—Acaba el sándwich tranquilo. —Me indica que me vuelva a sentar.

Obedezco y engullo el pequeño trozo que me queda.

—Ya está. ¿Dónde está tu abuela? —voy a lo importante.

—Ahí. —Señala un pequeño recipiente negro que hay junto a la tele.

—¿Cómo? —El estómago se me encoge y me trae de vuelta el sándwich.

—Es broma... —De nuevo, me ha vacilado de una manera bastante macabra—. En ese bote hay caramelos de menta. Si quieres, come alguno.

—Ya no tengo hambre, la verdad. —Aún peleo por mantener la comida en la tripa.

—Mi amuma está en su habitación. ¿Quieres saludarla?

—Ay, ay, ay... ¿Ahora? —No puedo evitar exteriorizar mi nerviosismo.

—Tranquilo, que no muerde —me intenta calmar—. Literalmente, no tiene la dentadura.

Ya no sé si está bromeando o no, pero fuerzo una risita. Entonces se levanta y espera a que la siga.

—Pero —me pongo en pie—, no puedo ir vestido así.

—Vaya... —He vuelto a olvidar que el chándal es suyo.

—Quiero decir que... ¡debería ir elegante!

—¿Por? Mírame a mí.

No me parece que vaya mal. Es cierto que la sudadera le queda como un saco de patatas, pero está guapa. Además, no es lo mismo. ¡Es su abuela!

—¡A ti ya te conoce!

—Qué va... —niega—. A veces se le olvida.

—¿Tiene alzhéimer? —deduzco.

—Entre otras cosas.

—Oh... ¿Está muy mal?

—Para cuando vayamos, lo mismo está muerta. —Se le agota la paciencia.

Da media vuelta y me apresuro a ir tras ella... 



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¡Hoy subiré unos cuantos capítulos más! ¡Espero que os gusten!

Preparaos para saber más acerca de Rebeca... 

 

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69 SEGUNDOS PARA CONQUISTARTE (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora