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Si realmente nunca nada había ocurrido para entonces, nada aconteció mucho después. Sus encuentros con él fueron siempre efímeros, volátiles, se esfumaban igual que como surgían y normalmente sólo eran reales para ella.

Trina era consiente de que el muchacho tenía un extraño efecto en ella, que le producía desastres naturales y catástrofes globales en el reducido espacio de su corazón, pero lo normalizaba. Estudiaba letras, era normal para ella la hiperestesia del todo, la idealización del otro como medio de vida, la contemplación de la nada, era normal que tuviese tantas cosas dentro y era más normal aún que no pudiera explicarlas. Sabía del poder místico de Aitor para revolucionar jovencitas con agitaciones y vivacidades. Sabía el poder que tenía sobre ella en especial pero fue en ese momento de silencio en el que descubrió que aquello era de hecho preocupante y bizarro también.

El día en el que a la chica se le reveló la gravedad de la situación, también se le fue revelado algo a él. Según la lógica de Trina, no fue más que la revelación de una nueva fuente de burlas, de aspectos cómicos y de una nueva clase de observadora ridícula conformada únicamente por ella y eso, pensó ella, debió haber sido bastante divertido para él.

No cualquiera tiene el poder de enmudecer a otros, por eso cuando a Trina se le cortó el habla no fue simplemente eso, simplemente un silencio, fue como si gritara a los cuatro vientos, gustarte me gustaría y que él la escuchara, pues Aitor siempre pareció tener ojos para los que se delatan a sí mismos.

Lo vio acercándose. Trina hablaba de la humanización del héroe trágico en la literatura Renacentista con una facilidad bastante inusual en ella hasta que lo vio y la arrasó sin piedad a la minúscula zanja en la que nunca quiso estar, la de la verdad. Ella cayó. Lo miró enamorada y el sonrió porque lo sabía. Sabía que los ojos besan primero siempre, que la enmudecía sin reversa, que la llevaba a los mundos que existían más allá de este mundo, y sonrió.

Su mirada jamás ascendió de nuevo. Él le cortó el vuelvo, la condenó a la contemplación de baldosas y suelos, de escalones y bordillos, de asfaltos y pasillos, y así se quedó ella durante un largo tiempo, con la mirada desplomada.

Desencuentros; imgDonde viven las historias. Descúbrelo ahora