AMUMA

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Rebeca y yo llevamos un rato observando el mar.

—Andrés. —Me confiesa—: No sé si voy a poder hacerlo.

—Tú imagina que tienes a tu abuela frente a ti. Y dedícale unas palabras antes de...

—No. No voy a poder.

Me sitúo tras ella, la abrazo por la espalda, y la ayudo a sostener la urna.

—Entonces lo haremos juntos.

Rebeca afirma con la cabeza y empieza a gimotear. Me conmueve, pero, esta vez, me mantengo fuerte. Tengo que ayudarla a despedirse de su abuela. Rebeca coge aire de manera entrecortada y empieza:

Amuma... Aún recuerdo cuando venías a buscarme a la puerta del colegio y saltaba sobre ti... Cuando me ayudabas con los deberes... O cuando me enfadaba con otros niños y tú siempre conseguías calmarme... —Se derrumba, y se toma un tiempo para recuperarse. Siento un enorme nudo en mi garganta al verla tan afligida—. Amuma, tú me has educado. Y también has sido la persona que más me ha mimado. Recuerdo que, al acabar el instituto, fuimos a celebrarlo a un restaurante y aquel día, me hiciste un regalo muy especial. Me regalaste el maletín de atxitxe para que lo llevase a la universidad. Al principio pensé que era bastante feo —se ríe, sin dejar de gimotear—, pero sabía que me daría suerte, que tendría a atxitxe siempre conmigo... —Deja la urna en mis manos para secarse las lágrimas y la vuelve a coger—. Ahora estoy aquí, en el lugar en el que él y tú os enamorasteis... Pronto os reuniréis de nuevo, y yo debo decirte adiós. Aunque sé, con total certeza, que tú tampoco te separarás de mí, nunca. —Segundos más tarde, se despide—: Amuma..., dxabon zaitez.

Abre la tapa, vuelca el recipiente, y se forma una enorme nube de cenizas. Maria y Verony se unen a nosotros, y los cuatro, juntos, observamos cómo la oscura bruma se disipa, y nos descubre el horizonte.

—Fuerza, Rebeca —la anima Maria.

—Mucha fuerza —repite Verony—. Las abuelas son lo mejor. La mía siempre me regalaba tazos de Pokémon. Y jugaba conmigo a fútbol en el pasillo de su casa. ¿Os lo podéis creer? —Tampoco puede evitar emocionarse—. Ay... La de cuadros y lámparas que rompí.

—Yo también me llevaba muy bien con la mía —comparte Maria—. Fue ella quien me enseñó a rimar y... —Se detiene. Nunca había visto a mi amiga rubia llorar—. Y a luchar por lo que quiero. Joder. ¡Era una grande! Siempre me decía: «dile a tu madre que quieres dormir con la abuela, y si no te deja, patalea hasta que te duela».

Nos reímos, las carcajadas desaparecen de manera progresiva, y guardamos silencio durante unos segundos. Después, llega mi turno:

—A mí la mía siempre me acompañaba a las ferias de mi pueblo... Una vez, me gasté toda la paga pescando patitos de goma, queriendo ganar el mejor premio: un muñeco de Spider-Man. Pero siempre he sido muy torpe y no lo conseguí. Esa misma noche, mi abuela no durmió. Se pasó toda la madrugada tejiéndome un peluche del hombre araña... ¿Y mi otra abuela? La otra nos dejaba a mis primos y a mí hacer un fuerte en el salón con su colchón y sus sábanas...

—Les debemos mucho —concluye Verony, y todos asentimos.

Rebeca respira profundo, se separa de mí para volverse hacia nosotros tres y nos dice:

—No sé cómo agradeceros todo lo que habéis hecho por mí. —Baja la vista, no se atreve a mirarnos a los ojos, lo que me adelanta que lo que va a decir no me va a gustar—. Siempre que queráis... podéis venir a visitarme a Bermeo.

Doy un paso atrás, y Maria y Verony clavan sus miradas en mí, a la espera de que sea yo el que trate de aclarar sus palabras. Pero soy incapaz.

—¿Es que te vas a quedar a vivir aquí? —pregunta Vero.

—Sí. Siento que debo estar en Bermeo, junto a... —Mira la urna, pese a que ya está vacía.

—Rebeca, ¡no puedes quedarte aquí! —exclamo.

—Lo necesito.

—¿¡¿Lo necesitas?!? Pero... —Maria me agarra del brazo. Dirijo la vista hacia ella, quien menea la cabeza de lado a lado—. ¿Qué? ¿La estás escuchando?

Acto seguido, Verony se pega a mí, y en voz baja, me dice:

—Recuerda lo que hablamos sobre Marta.

Sé a qué se refiere. Debo respetar su decisión, y no hacerla elegir entre lo que ahora siente como su hogar o yo. Pero tampoco puedo hacer como si no me importase.

—Joder, ¡no! Es que... —Aprieto la mandíbula mientras mis ojos se humedecen—. Tienes que... —Mi mirada se cruza con la de Rebeca. Para ella tampoco es fácil. Lo sé—. Rebe, yo... —No puedo ser tan egoísta—. ¡Mierda! Vale. Bien. —Con pose erguida, doy un paso al frente—. Eso sí, después de darme este tremendo hachazo, me dejarás abrazarte, ¿no?

No tarda en pegarse a mi pecho, y entonces sí que sí, tras haber aguantado tanto, se me escapan las primeras lágrimas.

—Te quiero, Rebe.


69 SEGUNDOS PARA CONQUISTARTE (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora