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Verano 2004

Matteo y Luna se conocieron el verano del 2004. Un verano en el que sonaban canciones como Scatman’s World, Wonderwall o Boombastic, aunque las que más le gustaban a ella eran las que retumbaban en la cocina cuando su madre escuchaba la radio, y no sus hermanos: Back for Good, de Take That, o Ironic, de Alanis Morissette.

Ese verano coincidió con el hecho de que la familia materna (el abuelo, por concretar más) de Matteo Balsano cediera la dirección del diario más leído de toda la Costa Blanca a su padre, casado con la hija primogénita y heredera del imperio periodístico, y que se trasladaran al lugar desde Londres, que era donde vivían hasta ese momento.

Un diario que empezó siendo un pequeño periódico de pueblo y que se convirtió en un noticiero monstruoso con el transcurso de los años. Pero el corazón y el origen seguían estando en ese pueblo, donde los abuelos de Matteo, ya retirados, vivían tranquilos en una casita en la montaña, hecho que enorgullecía a cada lugareño.

La abuela de Matteo no quería que su hija viviera a tantísima distancia, para ella Londres era muy muy lejos, y persuadió a su marido para la toma de decisión. Determinaron darle el puesto al padre del muchacho, y no a la madre, porque consideraban que así le dejaban tiempo a ella para criar y disfrutar de sus hijos.

Pero el amor de ella por su trabajo fue más fuerte que el amor por sus hijos, por lo que no sirvió de mucho. No hubo cambios en la vida de Matteo en ese sentido.

Luna tan solo tenía cinco años, el nueve de noviembre cumpliría los seis, pero algo le palpitó en el pecho, algo a lo que jamás sabría darle nombre, cuando descubrió a su nuevo vecino.

La niña vivía en una urbanización privada compuesta por veinte viviendas unifamiliares y por varias zonas comunes para cada vecino; entre ellas, la piscina. Aquella mañana despejada, como casi todas, de julio, Luna se encontraba jugando dentro del agua de la piscina pequeña con sus cuatro hermanos mayores: Pedro, Ramiro, Nicolás y Gastón, de mayor a menor, cuando escucharon el sonido inconfundible de una furgoneta que se acercaba; de cuatro, en realidad.

Ellos cinco eran los únicos habitantes de la zona común; a las diez de la mañana pocos bañistas se acercaban por allí a causa de la precaria fuerza del sol, pero los padres de los cinco hermanos se habían rendido tiempo atrás: sus hijos eran acuáticos, lloviera, tronara o nevara.

Salieron de la piscina, Luna la última, dejaron un reguero de agua a su paso y se asomaron por uno de los huecos que había entre los tablones de madera situados en posición vertical y que delimitaban la zona de la piscina de las viviendas; el ruido venía de esa parte.

Pedro, de pie, metió la cabeza por el agujero y sus hermanos lo fueron imitando cada cual más abajo. Para cuando llegó Luna, tuvo que ponerse de rodillas porque apenas había espacio. Se empujaron los unos a los otros hasta que encontraron una posición cómoda para todos. Luna se estremeció a causa del contacto con la piel fría de Gastón y la nariz se le colmó del olor a madera y cloro al apoyarla en uno de los tablones.

—Son los vecinos nuevos —dijo el mayor, que, con doce años, estaba bastante al corriente de las novedades de la urbanización. Puede que también influyera el hecho de que su medionovia antes viviera en esa casa, la que estaba enfrente de la suya, y tuviera información de primera mano.

—Parece que tienen dos hijos, no veo a ninguna chica —afirmó el segundo, de once años.

—¡Toma! —gritaron los cuatro hermanos al unísono.

Luna, como hermana pequeña de cuatro chicos, estaba bastante harta de hombres, como los llamaba ella a su tierna edad, pero aquel chiquillo de pelo castaño ruloso y despeinado con aspecto desgarbado que estaba al otro lado de la carretera le pareció un ángel. Y eso que ella siempre había pensado que los ángeles eran rubios.

El corazón le hizo bum, y sonrió, aunque tampoco supo el motivo.

Matteo, de ocho años y con un hermano diez años mayor que él, estaba acostumbrado a hacerse el interesante e ir de sobrado por la vida; la excusa era que lo había aprendido de John, el hermano, pero, en realidad, no era más que una coraza, así que, cuando sus miradas se encontraron por primera vez, no fue complicado para el muchacho descubrir las cabezas de los cinco hermanos a través de los tablones, miró a Luna por encima del hombro sin devolverle la sonrisa y adoptó una postura arrogante; si algo había aprendido en la vida era lucirse delante de los chicos y, más aún, de las chicas.

Ese fue el primer año de su vida que Luna comenzó a ver el verano de diferentes colores. Aquel fue verde. Qué curioso. Igual que la camiseta de Matteo.

Tardaron otro año en cruzar la segunda mirada de sus vidas, a pesar de ser vecinos y de que el destino quiso que estudiaran en el mismo colegio.

last summer [Lutteo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora