Parte II: BAJO TORTURA - CAPÍTULO 21

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CAPÍTULO 21

Myr abrió con dificultad la desvencijada ventana de su pequeña habitación en el altillo de una granja que pasaba por posada en el pequeño poblado de Imala. Miró hacia afuera y se encontró con una vista deprimente: el patio trasero de la granja era un mar de chatarra con hierros viejos, retorcidos y oxidados, astillas de madera despintadas y grises, y restos de toda clase de muebles rotos. Hacia la derecha, había una pequeña huerta en donde la familia dueña de la granja había intentado sin mucho éxito sembrar algunas hortalizas que no prosperaban demasiado en la estación seca.

Myr estiró la mano por la ventana e hizo un gesto de llamamiento a la atmósfera. Pronto comenzó a ver la condensación de agua cayendo en finas gotas sobre las resecas plantas de la moribunda huerta. Se había pasado casi toda la semana entreteniéndose de esta forma, provocando lloviznas y otras formas de condensación para regar las resecas tierras de Imala y sus alrededores.

Imala era un pueblo sin atractivos de ningún tipo. Hasta sus habitantes eran un tanto hoscos y poco hospitalarios, totalmente desacostumbrados a hospedar visitantes. Nadie en su sano juicio iría de visita para hacer turismo en un lugar así, y menos quedándose más de una semana. Pero Myr había elegido alojarse allí por razones prácticas: Imala estaba a menos de una hora a caballo de Caer Dunair.

El granjero que le había ofrecido hospedaje en su altillo estaba en total banca rota y había dado la bienvenida con los brazos abiertos al dinero extra que Myr había aportado a su familia. Para aliviar el hastío del viajero y evitar que se fuera demasiado pronto, el granjero le había ofrecido a Myr a su hija de quince años para que "calentara su cama por las noches", como él lo llamaba, si él estaba dispuesto a pagar algo extra por este servicio. Myr había declinado, dejando bien en claro que si se llegaba a enterar de que el granjero andaba ofreciendo los favores sexuales de su hija a cualquier otro hombre, él se encargaría personalmente de castrarlo. De allí en más, la familia comenzó a llamarlo "hombre santo", porque lo tomaron por un monje peregrino que había hecho votos de celibato. Su atuendo completamente negro ayudaba a alimentar tal malentendido.

—¡Hombre santo! ¡Hombre santo! —golpeó la puerta de la pequeña habitación en el altillo la hija del granjero—. ¡Hombre santo, tiene una visita!

Myr frunció el ceño. ¿Una visita? Eso era imposible. O tal vez... tal vez era un mensaje, sí, algo que explicara la demora de las personas que había venido a contactar en este paraje alejado y abúlico.

Myr se apresuró a abrir la puerta.

—Hombre santo, tiene una visita —le repitió la hija del granjero.

—Sí, sí, ya escuché tus gritos. ¿Quién es? —inquirió Myr.

—Una mujer. Está aquí conmigo.

—De acuerdo, hazla pasar —asintió Myr.

—¿Va a verla aquí? ¿En su habitación?

—Sí —volvió a asentir Myr, que comenzaba a perder la paciencia.

—Pero recuerde sus votos, hombre santo —dudó la chica.

—Solo hazla pasar, ¿de acuerdo? Solo hablaré con ella, nada más, lo prometo —trató de tranquilizarla Myr para que la chica lo dejara en paz.

—Bien —asintió la muchacha y le hizo seña a la mujer visitante para que se aproximara a la puerta.

—¿Felisa? —exclamó Myr, sorprendido.

Felisa entró en la habitación y cerró la puerta, no sin antes recibir una mirada severa de advertencia de la hija del granjero.

—Hola, Myr —lo saludó Felisa—. ¿Qué es eso de tus votos? ¿Y por qué te llaman hombre santo?

—Larga historia —bufó Myr, haciendo un gesto con la mano para desestimar el asunto—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo me encontraste?

Felisa sonrió con satisfacción ante el desconcierto de Myr:

—Solo uní los puntos, Myr.

—¿Qué puntos?

—¿No vas a invitarme a que me siente? ¿O tal vez quieres invitarme a tu cama? Te prometo que lo haremos sin hacer mucho ruido, para que la chica que seguramente está escuchando del otro lado de la puerta, no deje de pensar que eres un hombre santo. ¿Qué dices, eh? ¿Por los viejos tiempos?

—No, Felisa —dijo Myr acercándole una silla vieja y despintada.

—Oh, ¿entonces lo de los votos de celibato es cierto?

—¿Vas a sentarte o no? —le gruñó él.

Ella tomó la silla y se sentó.

—¿Qué pasó, Myr? ¿Solías decir que yo era la única mujer que podía ablandar tu corazón y tu cuerpo? —le coqueteó ella.

—Eso fue en otro tiempo —respondió él, un tanto envarado—. ¿A qué viniste y cómo me encontraste? —repreguntó.

—La clave fue tu odiosa y molesta llovizna —dijo ella.

—¿Debo suponer que andas por todo Ingra buscando lluvias fuera de lugar? —se burló él.

—No, no por todo Ingra, solo en Caer Dunair y sus alrededores —replicó ella, observando de cerca la reacción de él.

Myr largó lentamente todo el aire de sus pulmones. Tomó la otra única silla en la habitación y se sentó despacio frente a Felisa.

—¿Cuántos días has estado en este sucucho de mala muerte esperando, Myr? —lo interrogó Felisa.

Él no contestó.

—Yo diría... diez días. ¿Acerté?

El permaneció en silencio.

—¿Quieres que te cuente lo que pasó hace diez días en Caer Dunair? ¿Lo que te perdiste?

Myr se revolvió inquieto en su silla:

—¿Cuánto va a costarme esa información? —preguntó con cautela.

—Si fueran los viejos tiempos, aceptaría por pago una noche de pasión contigo, pero hoy en día...

—¿Qué quieres? —la cortó él.

—Un puesto en tu facción —dijo ella.

—¿Qué facción? —frunció el ceño él.

—Oh, vamos, Myr, soy la mejor espía de todo Ingra. ¿Piensas que me creo tu acto de peregrino solitario? El Caballero Negro en su caballo negro, serio y misterioso, con designios secretos y personales, segregado de la sociedad y del género humano, en una búsqueda personal, expiando sus pecados del pasado... —declamó Felisa con tono grandilocuente—. Todo eso es pura ficción. Sé bien que estás conectado a un grupo, que trabajas con un objetivo que incluye a otros. Y te diré más, recientemente, obtuve el nombre de tu líder.

—No te creo, Felisa. Solo estás blofeando —se cruzó de brazos Myr.

—También conozco tu objetivo, por cierto —siguió ella sin prestar atención a la acusación de él—. Ya sé que quieres a Sabrina.

Myr tragó saliva y trató de mantenerse impávido, sin éxito.

—No te reproches haber perdido tu reunión en Caer Dunair, Myr —le dijo ella, afectando simpatía con el problema de él—. La verdad es que no fue tu culpa. No tenías forma de saber que Stefan intervendría y arruinaría todos tus planes.

—¿Stefan? ¿Qué hizo Stefan? —apretó los puños Myr.

—Oh, veo que empieza a interesarte lo que tengo para decirte —sonrió ella.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora