Parte III: BAJO INSTRUCCIÓN - CAPÍTULO 32

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CAPÍTULO 32

—Conozco una cueva cercana donde podremos refugiarnos —dijo Felisa—. No puedo sostener esta protección por mucho más tiempo.

—¿Quién eres? —preguntó Calpar desde atrás.

—Alguien que está muy interesada en saber cómo hiciste para conjurar esa tormenta y arruinar los planes de Agrimar —sonrió ella.

—¿Trabajas para Rinaldo?

—No exactamente —respondió ella—. Trabajo para Stefan, pero supongo que es más o menos lo mismo que trabajar para Rinaldo.

—¿Quién es Stefan?

—¿En serio? ¿Eres un mago y no conoces a Stefan? ¿De dónde saliste?

Calpar se revolvió inquieto sobre el caballo. Estudió la posibilidad de saltar del animal y escabullirse entre los árboles, pero en medio de la tormenta, eso era más suicida que quedarse con esta misteriosa mujer.

—¿Vas a entregarme a Agrimar? —le planteó el Caballero Negro.

—Debería, pero me intrigas demasiado como para dejar que te ejecuten —se dio vuelta ella hacia él con una sonrisa cómplice—. Y además, Stefan no me paga lo suficiente como para que le regale a un mago que maneja el clima. Así que no te preocupes, te prefiero de aliado y no de enemigo.

—¿No es ese Stefan tu aliado? —inquirió él.

Ella rió de buena gana:

—No, él es solo mi empleador, y mi contrato con él terminó hace como dos horas.

—¿Cómo supiste de mí? ¿Cómo me encontraste?

—Con los Ojos voladores, por supuesto —respondió ella como si fuera lo más natural del mundo.

—¿Tú los comandas?

—Ajá.

Llegaron a la cueva de la que Felisa había hablado y desmontaron. El refugio era lo suficientemente amplio como para que entrara en él también el caballo. Sin perder el tiempo, Felisa amontonó unas ramas secas desperdigadas por el suelo y las rodeó con rocas, luego recitó un encantamiento y extendió su mano hacia las ramas. Pequeñas lenguas de fuego no tardaron en asomarse por entre la maleza marrón, formando una fogata bastante decente.

—Buen truco —dijo Calpar, asombrado.

—Oh, vamos —le retrucó ella—. ¿Me estás diciendo que alguien que maneja el clima se sorprende con un simple hechizo de ignición? No me insultes.

—Yo... —comenzó Calpar, pero luego solo cerró la boca y se mantuvo en silencio.

Ella rebuscó en las alforjas que colgaban de su caballo, sacó una manta:

—Sácate esa ropa mojada y sécate con esto —se la alcanzó a Calpar.

Calpar tomó la manta y se quedó allí parado por un momento, inseguro.

—¿Qué estás esperando, que te de una pulmonía? —lo cuestionó ella.

Lentamente, Calpar comenzó a sacarse la capa y luego la camisa:

—¿Podrías...? —le hizo un gesto a ella con la mano para que se volviera y le diera un poco de privacidad.

—¡Vaya! Eres tímido. ¿Quién lo hubiera pensado? —sonrió ella sin la más mínima intención de sacarle los ojos de encima a él—. No estás mal, ¿sabes? No deberías tener problemas con dejar que una mujer te admire —le clavó ella una mirada penetrante con total impudencia.

Más que incómodo, Calpar hizo malabares para desvestirse sosteniendo la manta para cubrirse al mismo tiempo. Sus esfuerzos divirtieron mucho a Felisa.

—Dame la ropa —extendió la mano Felisa.

—¿Por qué? —la cuestionó Calpar con desconfianza.

—Para ponerla junto al fuego para que se seque. ¿Qué pensabas?

—Honestamente, no sé muy bien qué pensar —confesó Calpar, envolviéndose en la manta y entregando su ropa con reticencia—. Me has visto desnudo y ni siquiera sé tu nombre.

—Solo parcialmente desnudo —corrigió ella—, y mi nombre es Felisa. ¿El tuyo?

—Myr —mintió Calpar.

—Sí, supongo que es prudente no dar tu verdadero nombre —se encogió ella de hombros—. Está bien, puedo acostumbrarme a llamarte Myr. ¿Cuánto hace que trabajas para Marakar?

—No trabajo para Marakar —negó Calpar con la cabeza.

—¿Oh? ¿Ayudaste a Ariosto solo por la bondad de tu corazón? No lo creo.

—Parece ser que para ti todo se trata de dinero.

—Si tuviera el suficiente como para vivir con desahogo, no me preocuparía y me dedicaría a otras empresas más altruistas, pero como no es así, debo buscarme la vida vendiendo mis talentos. ¿Qué hay de malo en eso?

—Nada, mientras no vendas tu alma junto con tus talentos —le retrucó Calpar.

—Oh, ya veo, eres uno de los espirituales —dijo ella con desdén—. Te engañas si piensas que ayudar a Ariosto es la decisión moralmente aceptable. Él es tan malo como Rinaldo, tal vez peor.

—Ya te dije que no trabajo para Ariosto —protestó Calpar.

—Eso me resulta difícil creerlo, ya que creaste una tormenta que protegió a sus soldados —le retrucó ella.

—En realidad salvé tanto a los soldados de Marakar como a los de Agrimar. El viento que venía del sur hubiese llevado el fuego hacia el río y todas las tropas de Rinaldo que estaban apostadas de este lado del puente hubieran perecido quemadas también. Fue una gran imprudencia comenzar un fuego semejante en la estación seca. Sin mi intervención, todo el bosque habría terminado hecho cenizas. ¿Sabes cuántos años hubiesen tardado estos árboles en rebrotar? Si es que alguna semilla sobrevivía.

—Espiritual y ecologista —murmuró Felisa—. En serio, ¿de dónde saliste?

—¿Te resulta tan extraño que alguien esté más interesado en construir que en destruir?

—Si estás tan interesado en evitar la destrucción, debiste dejar que los soldados murieran. Es la forma más rápida de forzar a los líderes a terminar con una guerra.

—¿Qué tenían que ver los soldados? —cuestionó Calpar.

—¿Qué tenían que ver? —repitió ella la pregunta, sin comprender.

—Matar a otros seres humanos no está normalmente en la naturaleza de un hombre —explicó él—. Si lo hacen de esta forma tan masiva es porque están siendo forzados o fueron especialmente adoctrinados, manipulados para ir en contra de su naturaleza. No me parece justo que mueran por los caprichos de sus reyes.

Felisa se lo quedó mirando por un largo momento, mientras Calpar se ajustaba la manta alrededor de su cuerpo y se sentaba junto al fuego, temblando. Ella suspiró, rodeó la fogata, se sentó junto a él y lo abrazó.

—¿Qué haces? —se sobresaltó él.

—Tranquilo, solo es por razones prácticas —aclaró ella—. El calor de mi cuerpo te calentará más rápido y evitará que te enfermes.

—Mmm —aceptó él, acurrucándose junto a ella—. Gracias —murmuró.

—De nada —sonrió ella—. No me parece justo que muera de frío el último mago decente de Ingra.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora