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Era todo lo que veía incluso sin querer; su imagen, borrosa pero inmarchitable. Esa imagen aparecía en su mente como un espectro hecho únicamente para atormentarla. Cerraba los ojos y abría la mente para dejarlo ir, y de nuevo era todo lo que veía. Lo veía ahí.

No sabía en que se había convertido al caer por él pero sabía que ya no era la misma, ni lo sería de nuevo. Lo único que jamás se alteraba era lo que había en los sueños, en las ensoñaciones y en las fantasías, lo que se acumulaba en los microcosmos, en los mundos que existen más allá de este para intentar allí existir.

Su abandonada pluma ya comenzaba a quitarle el aliento, a cobrarle el plazo, a reducir el tiempo. Sentía cómo empezaba a escasearle la vida, cómo todo se tornaba peligrosamente borroso y remoto.

A lo lejos sentía sus cálidos brazos rodeándola fielmente entre la cama, sentía el tacto de sus manos mientras le acariciaba las mejillas y su pesada respiración chocando contra su piel gracias a la cercanía. Lo sentía ahí, mientras todo a su alrededor parecía no querer detenerse en aquel momento sino más bien refundirlo en el olvido y dejarlo atrás.

Rápidamente pasó a estar de espaldas sobre él. El cuerpo inmóvil y tal vez hasta sin vida del muchacho se hallaba junto a ella. Su cabeza reposaba en el pecho de Aitor mientras este la abrazaba por los hombros cómo solía hacerlo en los días en los que todo parecía ser real. Como si aún en la profundidad de su sueño no hiciese más que aferrarse al amor del muchacho esta sujetaba su mano fuertemente. La calidez había desaparecido y ahora estaban rodeados de un ambiente turbio, oscuro y gélido que los consumía. El pecho en el que ella reposaba estaba estático, tieso, no subía ni bajaba sumido en la normalizada sinfonía de la respiración. Las manos que sostenía estaban frías al igual que su interior y todo parecía estar desvaneciéndose lentamente. Le aterró pensar que tal vez no era la única que estaba muriendo.

Ahora era todo un latido. Un latido debilitado y errante. El espacio blanquecino que la rodeaba le hizo saber que de nuevo estaba sola. Las sábanas esterilizadas le daban la calidez que ella nunca pudo encontrar en alguien más. Un respirador sobre su rostro le obsequiaba el aire que había perdido cuando sentir su dolor era su única opción. Su corazón se esforzaba por sentir algo, tan siquiera diminuto, por el mundo solitario que habitaba e intentar no abandonarlo, pero ahora era mucho más difícil quedarse. Cuando la cama se convirtió en camilla, cuando el abrazo se convirtió en cojines, cuando la calidez se convirtió en abandono y la compañía se convirtió en soledad se le hizo más difícil tomar una bocanada más de aire.

Estaba sola allí. Sin nadie que tomase su mano o que esperara tras la puerta, sólo tenía un cuerpo desahuciado, un monitor, una máscara de aire y una sonda. Sólo quedaba un latido, el último, que como los anteriores también tenía un dueño inalterable pero ausente.

Era el latido que abandona el cuerpo de los muertos, que lo contiene todo y nada a la vez. Era eso ahora, pues ese latido había sido emanado.

Pero en algún lugar ese latido se repetía una y otra vez para darle aliento a quién rendirse no le es tan sencillo. Que no está viva ni muerta, que induce su sueño para evitar el dolor. Yace en la enormidad de una cama solitaria, bajo unas cobijas con el peso de mil años susurrando, entre la profundidad del sueño y la condena de la realidad, suplicando por lo bajo: tócame para escribir.

Desencuentros; imgDonde viven las historias. Descúbrelo ahora