Parte 42

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Apolo regresó bostezando al apartamento después de pagar al taxista. Se recostó en el sofá y mientras mi tía trataba de explicarle lo que había pasado, se quedó dormido tres veces. Se le cerraban los ojos como si no pudiera evitar que aquello le aburriera de sobremanera. No le afectaba lo malherida que estaba yo ni lo alterada que estaba mi tía. Al final ella se rindió, abrió el sofá y le dejó dormir. A mi me desinfectó las magulladuras y me mandó a la cama.

Un par de horas más tarde me desperté al sentir a mi tía acostándose a mi lado.

—Tanto sueño no tenía el cabrón. No puede dejar las manos quietas —gruñó irritada mientras se tapaba con mi edredón.

Segundos después escuchamos la puerta de la habitación crujir, mientras se abria poco a poco. Mi tía se levantó hecha una furia, abrió la puerta del todo, golpeó a Apolo con un cojín y cerró la puerta en sus narices. Esta vez la atrancó antes de acostarse.

El dolor me despertó por la mañana. Me tomé un analgésico que me había dejado preparado mi tía, que seguía durmiendo, y cuando me hizo efecto fui a la cocina a por algo para desayunar. Para mi sorpresa Apolo se había vestido de chef de los pies a la cabeza, llevaba hasta un paño en el hombro y un gorro. Estaba preparando una especie de engrudo exótico en la sartén. En cuanto me vio arrugó la cara.

—Había olvidado lo fea que estás. Tienes la cara horrible, pareces un monstruo. Oye, ¿tú sabes por qué no me quedan redondas las tortitas?

Hice caso omiso a los comentarios sobre mi aspecto. No me hacía falta un espejo para saber que estaba mal, el dolor me lo indicaba. Miré con aprensión a la sartén. Ahí no había nada que pudiera parecerse remotamente a una masa de tortitas, estaba a rebosar de un engrudo informe, blanco y harinoso.

—¿Qué tipo de tortitas estás haciendo? —En ese momento pensé que quizá se trataba de una receta griega.

—Las clásicas. He echado huevos, harina, levadura y azúcar.

—¿Qué cantidades?

—Ni mucho ni poco —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Y cómo lo has batido?

—¿Había que batirlo? No hace falta, si al final se mezcla todo en la sartén. Ah, no encontré la leche así que eché agua, con la harina se vuelve blanca. Sirve igual ¿no?

¿Por qué no podía tener a ningún adulto cerca que supiera cocinar bien? O al menos que supiera preparar algo comestible.

—No has cocinado nunca ¿verdad? —le pregunté mientras sacaba un yogur de la nevera.

—Una vez hice un sándwich.

Observé cómo se afanaba en darle forma a aquella masa. Fue esculpiéndola poco a poco, haciendo que se elevara y tomara una armoniosa forma de ola. Pero no parecía comida.

—¿Qué estás mirando? —me preguntó curioso.

—No pareces un dios —me arrepentí al momento de mis palabras—. Quiero decir, la ropa y eso.

—¿Ah no? ¿Y así?

Su ropa de chef desapareció dejando paso a una túnica corta blanca que dejaba ver sus bronceadas piernas, calzadas con unas sencillas sandalias hechas con tiras de cuero. Sus esculpidos brazos quedaban también expuestos. Tenía el cabello coronado por hojas de laurel y era tan dorado que si hubiera tenido más confianza le habría pedido un mechón para llevarlo a una de esas tiendas donde compran oro. No me dejó contestar, avanzó hacia mí y volvió a cambiarse.

—¿Mejor así?

Su pelo creció y se hizo más oscuro, los rizos cayeron y se pegaron a la piel canela de sus hombros que estaba cubierta de aceite. Todo su cuerpo, perfectamente depilado, tenía un brillo oleoso. Sus hombros eran tan perfectos que no parecían reales, al igual que lo eran sus marcados pectorales y abdominales. Destilaba lujuria por cada poro, parecía diseñado para seducir. Su ropa había desaparecido. Di un respingo cuando me di cuenta de que estaba completamente desnudo. Habría parecido el protagonista de una película erótica de los noventa si no fuera por el reducido tamaño de su...

Cuervo (fantasía urbana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora