• Vidales

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No es el sentimiento de ahogo ni la falta de aire lo que la atormenta bajo aquel tumultuoso bulto pues han sido múltiples las veces en las que se ha olvidado de respirar en presencia de otro. Es el reducido espacio del cajón el que la sume en la angustia, el crujir de la madera que se acostumbra al peso de la tierra que sostiene, el hedor de las profundidades en las que ahora yace enterrada. Voltea hacia cada lado y sólo siente la madera del ataúd que ahora es su hogar y frente a ella sólo un corto espacio de aire que la separa de la tapa del féretro. Todo está oscuro, lo único que puede ver es la imagen de sí misma enterrándose viva por primera y última vez. Muchas partes de uno mismo mueren diariamente pero no muchos se toman el trabajo de enterrarlas. Esta parte de Zea, la parte que no logra dejar de amar, ni siquiera había muerto y la peli azul ya la había arrojado hasta las profundidades con desprecio y desinterés.

Zea, consumida por el hedor a tierra húmeda y consciente de la inminente y cercana llegada de los gusanos, se concentra en encontrar una forma de salir de allí. La madera del ataúd es demasiado dura para romperla y en el caso de lograrlo la tierra caería al instante sobre ella para ahogarla por lo que sabe que jamás lograría escarbar hasta la superficie. No sabe cuánto tiempo pasa mientras piensa en cómo salir de allí pero es el suficiente para que comience a pudrirse y a apestar, pero para que también la húmeda tierra logre ablandar la fina capa de madera justo a su lado.

Algo asustada pero tal vez convencida de que es ese su destino Zea estampa su brazo derecho contra la madera repetidas veces hasta no solo romperla o abollarla sino fusionarse con esta.

Su brazo, que ahora es más bien una especie de rama, se estira sin cansancio. Recorre la tierra más profunda, se arrastra por las entrañas del terreno, crece y se transforma hasta lograr llegar a la superficie, pero no florece en cualquier lugar en donde dé el sol sino que espera hasta llegar a donde sepa que está él.

Finalmente brota de la tierra en aquel pequeño pero próspero jardín y crece hasta lograr hacerle resistencia a las fuertes ventiscas y a las torrenciales lluvias. Yace debajo la figura de un muchacho recostado en medio del césped cuya siesta es impedida por culpa de los rebeldes rayos del sol que se estampan contra su rostro. Ella se estira un poco más hasta que su sombra lo acune por completo.

Lentamente Aitor abre los ojos para detallar al imponente pero delicado sicómoro que nunca antes había visto en su jardín pero que ahora es su sombra y protege su sueño, y lentamente vuelve a tumbarse sobre la hierba, ahora en calma.

No suenan timbres pero se escucha el alivio de quién, sin importar qué, logra encontrar el camino de regreso a donde pertenece su corazón.

Microcosmos; ftsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora