Parte VII: BAJO CUSTODIA - CAPÍTULO 90

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CAPÍTULO 90

Augusto observó la ciudad por el enorme ventanal. Los sylvanos parecían haber recobrado su vida normal y se paseaban por las estrechas calles de Arundel, atendiendo sus quehaceres. Contra todo lo esperado, el grupo no había sido llevado a una celda subterránea, oscura y húmeda, sino a una habitación amplia y confortable en el segundo piso del palacio. Les habían traído comida fresca y agua. Incluso habían podido bañarse por turnos en una bañera de porcelana separada por una cortina. Aquellos lujos fueron bienvenidos con gran satisfacción después de la eternidad que habían pasado en el polvoriento desierto del Bucle.

El único que no parecía impresionado con todas esas comodidades era Bruno, quien se la había pasado todo el tiempo probando las cerraduras de la puerta de la habitación y tratando de forzar las ventanas.

—Podrías hacer algo, ¿no? —le reprochó Bruno a Augusto que seguía absorto, mirando por la ventana.

—¿Algo como qué? —se volvió Augusto hacia él.

—Abrir las cerraduras. ¿No es esa una de tus especialidades?

—¿Y luego qué? —le espetó el otro.

—¿Y luego qué? —repitió Bruno, exasperado—. ¡Escapar! ¡Por supuesto!

—¿Escapar a dónde? ¿A una ciudad llena de personas hostiles que nos denunciarán sin dudarlo o que incluso podrían decidir matarnos ellos mismos para eliminar la amenaza que representamos para ellos?

—Podríamos conseguir vestimentas para hacernos pasar por un grupo de ellos, podríamos escabullirnos fuera de la ciudad —propuso Bruno.

—¿Y vivir el resto de nuestros días esperando ser cazados en ese bosque?

—Si intentan cazarnos, yo puedo electrocutarlos —se ofreció Sabrina, incorporándose sobre un codo en la cama donde había estado holgazaneando.

—¡Oh! ¡Qué idea tan fantástica! ¡Nosotros cuatro podemos declararle la guerra a Arundel! —exclamó Augusto con sarcasmo.

—Solo debemos repelerlos el tiempo suficiente hasta que Sabrina encuentre la forma de devolvernos a Ingra —dijo Bruno con obstinación.

—No iremos a ningún lado —intervino Dana con firmeza—. Estamos en el lugar exacto donde debemos estar.

—¿Prisioneros? —bufó Bruno.

—Por si no te diste cuenta —lo enfrentó Dana—, no estamos encadenados a una pared en una celda maloliente. Estamos siendo tratados como invitados.

—Una prisión lujosa es igualmente una prisión —protestó Bruno.

—Solo están siendo precavidos —se encogió de hombros Dana—. Necesitan tiempo para hacerse a la idea de que ha llegado el momento en que debe cumplirse su anhelada profecía. En este momento, deben estar discutiendo el asunto y terminarán entrando en razón y aceptando a Sabrina como la Reina de Obsidiana.

—No me pareció que Iriad necesitara tiempo —objetó Sabrina—. Creo que él ya decidió que yo no soy esa bendita reina de la profecía.

—Puede ser —dijo Augusto—, pero el rostro de Meliter no mostraba estar muy de acuerdo con respecto a eso.

—Entonces, ¿qué? ¿El plan es esperar que Meliter convenza a Iriad de que estamos diciendo la verdad? —cuestionó Bruno.

—Exactamente —confirmó Dana.

—Eso no es un plan, es solo una esperanza ingenua —protestó Bruno.

La discusión fue truncada por el sonido de la cerradura de la puerta. El grupo completo se llamó a silencio y se volvió hacia la puerta que se abrió, mostrando a un preocupado Meliter parado en la entrada.

—¿Qué pasa? —preguntó Dana, adivinando que algo estaba mal.

—Lo que sea que le hicieron a Iriad, deben revertirlo en este instante —los amenazó el druida.

—Meliter, ¿qué le pasó a Iriad? —inquirió Dana.

—¡Ustedes díganmelo! —exclamó Meliter, levantando los brazos con frustración.

—Hemos estado aquí encerrados todo el tiempo —dijo Bruno—. Lo que sea que le pasó a Iriad, nosotros no tenemos nada que ver.

—Lo que le hicieron, fue hecho a distancia —retrucó Meliter.

—¿A distancia? —frunció el ceño Dana—. Alguien está tratando de impedir nuestro contacto con él —musitó.

—Más bien parece que ustedes quieren forzarlo a estar de acuerdo con su propuesta —respondió Meliter—. ¿Pensaron que podrían meterse con la mente del Druida Mayor sin consecuencias?

Dana cruzó una mirada inquieta con Augusto y luego se volvió hacia Meliter:

—Dinos exactamente qué pasó —le pidió con urgencia.

—Ya es tiempo de que dejen de simular que no saben nada del asunto.

—No estamos mintiendo ni simulando —intervino Augusto con calma—. Si quieres, nos ofrecemos para que explores nuestras mentes y veas que decimos la verdad.

Meliter apretó los labios sin contestar.

—Ya lo sabe —le dijo Dana a Augusto—. Sabe que no tuvimos nada que ver con esto.

—Entonces, ¿qué es todo este juego? —cuestionó Bruno.

—Necesitaba confrontarlos y cerciorarme —suspiró Meliter—. Nuestros Sanadores no parecen poder ayudarlo. ¿Alguno de ustedes...?

—Augusto es un Sanador —interrumpió Sabrina abruptamente.

—Eso no es exacto —meneó la cabeza Augusto—. Además, estamos hablando de otra raza y nunca he trabajado sobre otras razas.

—Eso tampoco es exacto —intervino Dana—. ¿Ya olvidaste cuando limpiaste la sangre de Morgana?

—Eso fue diferente, Rory me ayudó —protestó Augusto.

—Si sanas a Iriad, probarás que tú y tu grupo no son hostiles hacia Arundel —le propuso Meliter.

—No se trata de falta de voluntad, sino de capacidad —dijo Augusto.

—Si dices que tienes la voluntad, al menos podrías intentarlo —le respondió el sylvano.

Augusto suspiró.

—Ve con él. Haz lo que puedas —le apoyó una mano en el hombro Dana.

Augusto asintió y se fue con Meliter. Los demás volvieron a ser encerrados en la habitación.

—¿Crees que Augusto pueda hacerlo? —le preguntó Bruno a Dana.

—No lo sé —contestó ella, preocupada. 

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora