1

82 5 0
                                    

Está silbando y, a pesar de que todavía no puedo verlo ni él tampoco a
mí, advierte que nos acercamos y se pone a silbar otra melodía,
Temprano, una mañana, al salir el sol, canción que, según él, era
la preferida de mi madre, pero que yo creo que es la preferida de Ben, dado
que lo recuerdo silbándomela y cantándomela desde que tengo uso de razón. Sigo enfurecido por lo sucedido con Cillian, pero, de repente,
empiezo a sentirme un poco más relajado.
Claro que la canción esa es una nana, sí, ya sé, pero cállate.
—¡Ben! —ladra Manchee, correteando alrededor del aspersor.
—Hola, Manchee —oigo a Ben decir cuando rodeo el aspersor y me lo
encuentro rascándole el cogote al perro. Con los ojos cerrados, Manchee siente un placer tal que golpea el suelo con una pata, y, a pesar de que Ben capta en mi ruido que Cillian y yo nos hemos peleado, se limita a decir—: Hola, Todd.
—Hola, Ben. —Bajo la vista y le doy una patada a una piedra.
Y el ruido de Ben está diciendo que Manzanas, que Cillian, que
Estás hecho un hombretón, que Cillian de nuevo, que Me pica
el brazo, que manzanas otra vez, que cena, que Vaya, qué calorón, y es tan balsámico, tan poco exigente, que me recuerda al frescor de un arroyo en un día veraniego.
—Intentas sosegarte, ¿eh, Todd? —dice, al fin—. ¿Te estás recordando
quién eres, verdad?
—Sí —respondo—, pero ¿por qué tiene que tratarme de ese modo? ¿Por qué no puede decirme hola y ya está? Es que ni siquiera es capaz de
saludarme, solo de decirme cosas como: «Sé que has hecho algo mal y te voy a vigilar hasta que lo descubra»
—Así es su forma de ser, Todd. Ya lo sabes.
—Si tú lo dices… —Procurando evitar su mirada, arranco un brote de
trigo y me lo meto en la boca.
—Has dejado las manzanas en casa, ¿me equivoco?
Lo miro. Muerdo el brote. Sabe que no es así. Lo adivina.
—Y hay una razón —dictamina, todavía acariciando a Manchee—. Hay una razón que no acaba de salir a la luz. —Escudriña el ruido, rebusca en él la verdad, lo cual es intolerable en circunstancias normales, pero no si se trata de él, con él no me importa. Levanta la cabeza y deja de acariciar a Manchee—. ¿Aaron?
—Sí, he visto a Aaron.
—¿Te hizo eso en el labio?
—Sí.
—¡El muy canalla! —Frunce el ceño y se incorpora—. Voy a tener que
aclararle unas cuantas cosas a ese hombre.
—No lo hagas —imploro—. Por favor. Solo contribuirás a empeorar la
situación y, además, tampoco duele tanto.
Me sostiene la barbilla con los dedos y me examina el corte.
—El muy canalla —insiste. Palpa la herida, pero yo me estremezco y me
aparto.
—No es nada —le explico.
—Mantente alejado de ese hombre, Todd Hewitt.
—Vamos, ¿crees que fui a la ciénaga con idea de encontrármelo de frente?
—Es un mal tipo.
—¡Vaya, Ben, gracias por abrirme los ojos! —me mofo, pero entonces
capto una porción en su ruido que dice Un mes, y a eso sigue algo que
no puedo entrever porque enseguida lo cubre una nueva capa de ruido.
—¿Qué ocurre, Ben? —pregunto, mirándolo a los ojos—. ¿Qué va a pasar en mi cumpleaños?
Sonríe y, por un segundo, veo una sonrisa no del todo sincera, una
sonrisa preocupada que, no obstante, se transforma en una sonrisa franca.
—Es una sorpresa —responde—, así que no preguntes.
A pesar de que soy casi un hombre y de que he crecido mucho, él todavía
tiene que inclinarse para mirarme; se me acerca un poco, no tanto como para incomodarme, pero sí lo suficiente como para hacerme entender que todo va
bien, y yo desvío los ojos. Ya pesar de que se trate de Ben, a pesar de que
confíe en él más que en cualquier otro habitante de este poblacho
desgraciado, a pesar de que me haya salvado la vida y yo sepa que volvería a salvármela, todavía encuentro dificultades para soltar mi ruido y permitirle averiguar lo sucedido en la ciénaga, sobre todo, porque la idea de que lo
sepa me oprime el pecho cada vez que se me pasa por la cabeza.
—¿Todd? —inquiere, dando un paso hacia mí.
—Silencio —ladra Manchee con voz apagada—. Silencio en la ciénaga.
Ben mira a Manchee, y luego sus ojos regresan a mí llenos de
interrogantes y de preocupación.
—¿Qué está diciendo, Todd?
Suspiro.
—Hemos visto algo —afirmo—. Allá, en la ciénaga. Bueno, no es que lo
hayamos visto, porque estaba escondido, pero sí percibimos una especie de rasgón en el ruido, como una raja…
Me detengo al ver que Ben ha dejado de escuchar mis palabras. Le he
abierto mi ruido y estoy tratando de recordar hasta el más mínimo detalle de lo sucedido, pero él tiene una expresión feroz en el rostro y, en ese instante, oigo la voz de Cillian llamándonos en la distancia, una voz tensa acompañada por un ruido agitado al que pronto se suma el de Ben, rumoroso, y pese a todo sigo empeñado en revivir el agujero en el ruido, aunque con sigilo, con mucho sigilo para que nadie en el pueblo pueda captarlo, pero entonces aparece Cillian y Ben me mira fijamente, tan fijamente que, al cabo de unos instantes, tengo que preguntárselo.
—¿Los zulas? —digo—. ¿Los zulaques? ¿Han vuelto?
—¡Ben! —grita Cillian, que corre hacia nosotros atravesando los campos.
—¿Estamos en peligro? —le pregunto a Ben—. ¿Habrá una nueva
guerra?
Sin embargo, Ben se limita a decir:
—¡Oh, Dios mío! —Y luego repite a media voz—: Oh, Dios mío. —Y
después, sin siquiera moverse o mirar hacia otro lado, añade—: Tenemos
que salir de aquí. Tenemos que salir de aquí…ya.

Chaos WalkingDonde viven las historias. Descúbrelo ahora