MÁS VALIOSO QUE EL AGUA

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Pasé toda la noche pensando en cuál sería la mejor manera de hablar del asunto de la bancarrota con Mason. No quería que mi marido pensara que yo me dedicaba a rebuscar entre los papeles de la hacienda porque no confiaba en que él pudiera sacarnos del pozo de deudas donde estábamos metidos, aunque no lo hacía en absoluto. Planeé decírselo poco a poco, haciéndole ver que me preocupaban las facturas sin pagar y los impuestos atrasados del estado, para darle la oportunidad a Mason de que me lo contara él mismo. Ese era mi plan, pero cuando le vi al día siguiente sentado a la mesa de la cocina bebiéndose su zumo de naranja como si nada, igual que hacía cada mañana, decidí que Mason ya había tenido suficientes oportunidades para contarme la verdad de haber querido hacerlo.

—¿Por qué no me habías dicho que apenas podemos pagar las facturas del próximo mes? —le pregunté sin más.

Mason se olvidó por un momento de su zumo de naranja y me miró sorprendido. En estos tres años, el sol rabioso del valle había acentuado las arrugas finas que le salían alrededor de los ojos cuando sonreía o cuando estaba preocupado.

—Perdona. No te lo dije porque no quería preocuparte con asuntos de negocios.

Mason se sirvió café en su taza y después me rellenó la mía.

—. Ya sé que en el internado aprendiste mucho sobre contabilidad y finanzas, pero hacerse cargo de las cuentas de una hacienda tan grande como esta es distinto a llevar la contabilidad de una empresa familiar. —Sin dinero da igual qué tipo de empresa sea, si es grande o pequeña, no hace falta ser contable para saber eso. Y el rancho no da suficiente dinero para pagar las facturas de este año.

Le miré fijamente porque siempre que no estaba de acuerdo conmigo Mason apartaba la mirada. Normalmente yo le dejaba hacerlo pero no cuando nuestro futuro dependía de ello.

—. ¿Qué vamos a hacer?

Estábamos los dos solos en la gran cocina de la casa principal sentados a la mesa de pino que el abuelo de Mason había construido con sus propias manos cincuenta años antes. Había amanecido en la cocina mientras yo preparaba el café. Fuera, el sol naranja ya empezaba a secar los restos de la tormenta de la noche anterior hasta borrar cualquier huella del agua. Después de ver los libros de contabilidad no había podido dormir, así que me dediqué a repasar las facturas del agua que les habíamos estado comprando a los Phillips, los impuestos que le debíamos al estado de California de los últimos cinco años y el préstamo hipotecario sobre el rancho que Mason había conseguido cuando estuvo en Londres hacía ya más de tres años.

—No lo he decidido aún pero algo surgirá —me dijo.
—Si no pagamos las siguientes cuotas del préstamo perderemos la hacienda. Tenemos que pensar en algo: despedir a los trabajadores, vender más cabezas de ganado, comprar ovejas más baratas en las subastas, deshacernos de todo el material que se pueda vender... todo. Hay que conseguir efectivo como sea o nos hundiremos —añadí.

Mason dejó escapar un suspiro igual que si lleváramos horas hablando del mismo asunto y ya estuviera cansado del tema.

—No puedo despedir a nadie aunque quiera: necesitamos a todos los hombres que tenemos contratados, además es Valentina quien se ocupa de eso —me recordó él como si esa fuera una excusa válida—. Y anoche llovió, cayó una tormenta de mil demonios, con un poco de suerte la sequía terminará pronto y así ya no tendremos que comprarles más agua a los Phillips y pronto volveremos a tener beneficios. Esto es solo un bache temporal, por eso no te lo dije: porque no quería preocuparte.

Mason se encogió de hombros y después cogió una de las tostadas que había en el plato sobre la mesa, le untó una generosa capa de mantequilla y un poco de mermelada de fresa. Me fijé en cómo se derretía la mantequilla sobre el pan aún caliente.

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