Parte X: BAJO LA TORMENTA - CAPÍTULO 118

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CAPÍTULO 118

Los sylvanos se agolparon junto a las puertas de la ciudadela y por primera vez, notaron a Meliter subido a una roca junto a las puertas, rodeado por los guardias sylvanos que lo habían acompañado desde el bosque.

—¡Tranquilos! —les habló Meliter con los brazos en alto, tratando de calmar a la multitud—. ¡Escúchenme! —los conminó—. Los guiaré por el bosque hacia el portal. Cruzaremos a Ingra hoy mismo —les anunció.

—¡Ingra es la muerte! —gritó uno de los sylvanos.

—¡No! —respondió Meliter—. Arundel está condenada. Nuestra única posibilidad de sobrevivir es volver a Ingra, como siempre lo soñamos. ¡Este es el momento esperado! ¡Este es el día de la Profecía!

Mientras Meliter hablaba, Sabrina se escabulló por entre los sylvanos y se paró junto a Bruno, a no más de dos metros a la derecha del líder sylvano.

—Lo que hiciste fue brillante —le murmuró Bruno.

—Gracias —respondió Sabrina con gran satisfacción—. Ahora todo está en manos de Meliter, y de Lug, por supuesto.

—Debemos irnos, hermanos —siguió Meliter—. Es hora de abandonar Arundel y volver a nuestro hogar.

—¡Arundel es nuestro hogar! —protestó otro sylvano de la muchedumbre.

—¡Ella! ¡Ella destruyó nuestro hogar! —gritó otro, señalando a Sabrina con la mano.

—¡No! —volvió a levantar las manos Meliter para apaciguarlos.

—¡Ella nos empujó a la muerte!

—¡Sí! ¡Fue ella! —coreó otro.

—¡Sí! —se acoplaron más gritos.

Cada vez más voces se unían a la protesta, señalando a Sabrina como la culpable de todos sus problemas. El clamor de las acusaciones fue contagiando a toda la turba y la tormenta pareció volverse más fuerte, como acompañando la furia que comenzaba a escalar en la multitud. Un grupo de sylvanos decidió llevar las cosas más lejos y se acercaron a Sabrina con rostros amenazantes y claras intenciones de atacarla. Bruno se llevó la mano a la cadera de forma instintiva, solo para recordar con frustración que no tenía la pistola.

—¡Meliter, haz algo! —le gruñó Bruno al líder.

Pero no hubo necesidad de que Meliter interviniera. Sabrina levantó las manos hacia el grupo que quería atacarla, y aun antes de que proyectara una descarga eléctrica sobre ellos, los sylvanos se detuvieron en seco, temerosos.

—¡Deben escuchar a Meliter! —les gritó Sabrina, bajando las manos sin hacerles daño.

—La única mujer que puede darnos órdenes es la Reina de Obsidiana —dijo uno de los sylvanos del grupo que quería atacarla—. ¿Eres tú nuestra reina?

Sabrina apretó los labios y miró a Meliter de reojo, como pidiendo consejo. ¿Era conveniente mentir en este momento y salvar la situación o eso solo empeoraría las cosas a la larga? Meliter se mantuvo impasible, sin dar ninguna pista a Sabrina sobre la respuesta más conveniente. Sabrina apretó los puños, frunciendo el ceño con indecisión por un momento. Finalmente, respiró hondo y dijo lo que creyó correcto:

—La guía de Meliter es lo único que puede salvarlos en este momento.

—No —respondió el sylvano con testarudez, sacando una daga de entre sus ropas—. Ingra es la muerte, una muerte a manos de humanos ingratos y crueles.

Bruno se abalanzó sobre el sylvano para quitarle la daga, pero sus compañeros lo detuvieron.

—Prefiero tomar el destino en mis propias manos y elegir mi propia muerte —dijo el sylvano de la daga, y sin dar tiempo a los demás a reaccionar, se cortó el cuello, cayendo allí mismo, a los pies de Sabrina.

—¡No! —gritó Sabrina, arrodillándose junto a él.

La princesa puso la mano en el cuello del sylvano herido, tratando inútilmente de parar la sangre que buscaba insidiosa los intersticios entre sus dedos para escapar y derramarse en el piso húmedo por la copiosa lluvia.

—No, no, no —meneó la cabeza Sabrina con lágrimas en los ojos.

El sylvano murió en sus brazos. Cuando Sabrina levantó la vista, vio con horror que otros habían seguido el ejemplo del sylvano suicida. El agua con barro que corría por la calle se volvió rojo, teñido por la sangre.

—¿Por qué hacen esto? ¿Por qué? —sollozó Sabrina.

—Vamos —la tironeó de un brazo Bruno, obligándola a ponerse de pie.

—No puedo dejar que... —intentó ella.

—Vamos —la empujó Bruno hacia las puertas, hacia el bosque.

Los guardias sylvanos de Meliter se tomaron de las manos, respondiendo a la orden de su líder, y formaron una barrera de energía para proteger a Sabrina y a Bruno. Sabrina solo lloraba, abrazada a Bruno. ¿Qué había hecho mal? Por supuesto, sabía lo que había hecho mal:

—Debí mentirles —sollozó en el hombro de Bruno—. Debí decirles que yo era la Reina de Obsidiana.

—Tranquila —le acarició Bruno el cabello.

—Deben salir de aquí ya mismo —les dijo Meliter a los dos—. Deben avisarle a Lug lo que está pasando.

Sabrina y Bruno asintieron. Meliter se volvió hacia uno de sus guardias y le ordenó:

—Devuélveles sus cosas e indícales el camino que deben tomar. Luego vuelve aquí.

—Sí, señor —asintió el guardia.

—Vayan con él —les dijo Meliter a Bruno y a Sabrina.

—¿Y tú? —inquirió Sabrina—. ¿Puedes parar esto?


—Haré lo que tenga que hacer —dijo Meliter con el rostro solemne.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora