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— ¿Qué tal si los hacemos de chocolate amargo y los rellenamos con dulce de leche? —propuso la peliazul.
—Puede ser, aunque creo que los de Saiki deberían ser sin chocolate amargo. Mientras más dulce mejor.
El sol de la tarde del domingo se filtraba a través de los ventanales de mosaicos, inundando el comedor con luces coloridas que danzaba sobre las superficies pulidas y los muebles elegantes. Ambas chicas estaban sentadas en el gran comedor de la casa de los Teruhashi. La mesa estaba cubierta con una delicada mantelería blanca que contrastaba con el color vibrante de las rosas frescas dispuestas en un jarrón de cristal en el centro. Bebían té en tazas de porcelana decoradas con intrincados motivos florales, el aroma de la manzanilla y el jengibre se mezclaban con el sutil perfume de las flores.
Todo eso materializaba perfectamente el apellido Teruhashi.
Kokomi, con su cabello recogido en una elegante coleta, miraba con atención las páginas de una revista de cocina, sus ojos azules brillando con entusiasmo. Yui, a su lado, escribía en una hoja todas las opciones, su bolígrafo rojo moviéndose rápidamente mientras tachaba las recetas descartadas.
