A Yui le costaba encontrar algo positivo en un ambiente tan desolador. El aeropuerto se sentía sombrío, las ventanas mostraban un cielo oscuro y enrarecido, y el bullicio que habían traído consigo al llegar se había disipado en un silencio cargado de ansiedad.
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Ya estaban en la sala de espera, listos para abordar el avión que los llevaría a Okinawa. Hasta hacía solo unos minutos, las risas y charlas llenaban el aire mientras esperaban ansiosos el anuncio de abordaje que iniciaría su tan esperado viaje escolar. Pero la noticia del huracán había caído como una losa pesada, y ahora el vuelo estaba retrasado, sin señales claras de cuándo podrían despegar. Lo peor era la posibilidad, cada vez más real, de que si no lograban salir ese día, el viaje entero sería cancelado.
Yui, con sus gafas rojas ligeramente empañadas por la humedad del lugar, observó a su alrededor desde su asiento de espera. A su lado, la valija amarilla descansaba en el suelo, modesta pero cuidadosamente preparada para la aventura que podría no llegar. Miró a sus amigos, todos con rostros abatidos, reflejando la misma decepción que sentía en su pecho. Las únicas excepciones parecían ser Saiki y Nendo. El primero mantenía su rostro imperturbable, incapaz de mostrar cualquier atisbo de emoción, como de costumbre. El segundo, sin embargo, había decidido lidiar con la situación de la manera más absurda: bajándose los pantalones y cantando una canción incomprensible.
—¡No se rindan, esto aún no ha terminado! —Hairo, en su habitual arrebato de energía, trataba de levantar los ánimos, pero nadie parecía realmente motivado.
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Sus palabras se perdían en el aire espeso de la desesperanza, lo que inquietaba aún más a Yui. Si ni siquiera Hairo podía cambiar el ambiente, la situación era más grave de lo que pensaba.
