Desde el primer juego, cuando todo era caos y sangre y gritos, ella lo sintió.
Ese fuego bajo la piel.
Esa mirada que quemaba sin tocar.
Damian no era como los demás.
Él no temía.
No dudaba.
Y no fingía ser algo que no era.
Era fuerza. Era rabia contenida.
Y al mismo tiempo, cuando miraba a Usagi, había una ternura peligrosa, cruda, salvaje, que la desarmaba.
Él estaba ahí desde el principio.
Era el mejor amigo de Lizzy, su sombra leal, el protector silencioso del grupo.
Pero cada vez que se cruzaba con Usagi, algo se rompía en el aire.
Una chispa, un magnetismo que no entendían, pero tampoco negaban.