Después del funeral

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La mujer se acercó un poco más a la terraza para observar mejor el extenso jardín frente a ella; incluso con la alergia que tenía, sería imposible para ella negar lo hermoso que era. Las gotas de rocío, esos pequeños rastros del diluvio durante toda la mañana que parecían rejuvenecer las rosas que de por sí relucían su belleza, con los pétalos abiertos. No había ni una sola flor en malas condiciones o ramas marchitas en aquellos rosales, pues la jardinera se había encargado de cortarlas, incluso si había pequeños brotes allí. Algunas pequeñas aves revoloteaban por los alrededores, sus cantos eran ligeros. Los últimos rayos del sol despidiéndose tras el horizonte eran un complemento magnífico en aquel paisaje, según su opinión. Fácilmente, podría quedarse ahí algunas horas más mientras disfrutaba de otra taza de café negro, o bien disfrutar de una pequeña siesta. Era simplemente relajante. Además, no tenía nada de qué preocuparse. Al menos hasta que esos minutos de paz se acabaron. Tenía un mal presentimiento. Mantuvo su vista clavada en una esquina.

Suspiró al ver aquella cabeza pelirroja moviéndose por los bordes del jardín hacia  la casa, como queriendo esconderse. Los perros habían empezado a ladrar, alertando más su presencia. Se preguntó qué había hecho ahora la niña, murmurando para sus adentros que siempre era lo mismo. Al final, simplemente tomó un poco de aire para luego sonreír un poco mientras se levantaba de su silla de descanso para ir al piso de abajo. Los gritos desesperados no tardaron en escucharse.

La niña estaba allí, sentada en el sillón mientras acariciaba a su gata. 

Preciosura... Espero tu explicación de lo que hiciste. Ahora.

—Lancé una piedra a un panal en el patio trasero.

—Dios mío, ¿Qué voy a hacer contigo...?

El hombre que golpeaba la puerta de vidrio del patio trasero iba presentable: se notaba que aquel traje parecía haber sido planchado con esmero para dar una buena impresión y que se había esforzado en su peinado. Lamentablemente, ahora estaba sucio, despeinado y con varias picaduras de insectos en su rostro, cuello y manos. Evangeline miró a la niña, quien seguía prestándole atención solamente a la gata. Rodó los ojos antes de acercarse a abrir la puerta, permaneciendo indiferente ante las múltiples quejas que el hombre vociferaba. 

Ni siquiera hizo falta pedir una explicación: aceptó la renuncia del tutor de inmediato. Se había vuelto una rutina ese último mes esperar a que los tutores dieran su renuncia después de tomar la clase con la niña. Ya había perdido la cuenta de los que se habían ido, incluso se había olvidado de sus nombres y la disciplina que le enseñarían a la niña. De todas maneras, ya no le importaba mucho.

—¿Por qué?

—No quitaste el panal como dijiste. Me molestaba.

—Escucha. No quiero más problemas con los tutores, pero si te seguirás comportando de esta manera, entonces los despediré a todos. Será el turno de tu tía impartirte las clases.

No quiero clases.

—No está a discusión. Dios... Vamos, extiende las manos. 

La niña simplemente cerraba los ojos como reflejo ante los golpes con esa varilla de madera, por más que sus manos acabaran terriblemente enrojecidas e incluso con moretones con tan solo tres golpes. Evangeline había reducido el número de golpes desde la vez en la que la niña había sangrado tras recibir diez, pero sinceramente prefería evitar aquello. No entendía a la niña.

No la entendía desde el momento en que sus padres murieron, se había vuelto bastante difícil poder entenderse con ella, pues la niña se negaba rotundamente a hablar del tema. Al principio, ya estaba dispuesta ante cualquier cambio que pudiera surgir en la personalidad de la niña tras ello, pues es normal esperar que los niños se vean afectados respecto a la muerte de sus padres. Tal vez su actitud era su manera de afrontar el duelo.

Decaying Flowers: Agatha Van WeberDonde viven las historias. Descúbrelo ahora