Ocho lugares para enamorarse.

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Agoney apoyó las maletas en el suelo de la estación y contempló el imponente tren detenido en la estación de Barcelona. Había leído decenas de artículos y estudiado otras decenas de fotos del Orient-Express. El increíble tren que unió Europa con Asia y que en palabras del escritor y humanista Mauricio Wiesenthal, supuso un gran río que atravesaba Europa y conectaba nuestra cultura, nuestra historia, para ir dejando en cada uno de nosotros una parte de él. Agoney debía reconocer que el Europa-Express, la réplica del Orient-Express, frente a la que se encontraba poco tenía que envidiar a su predecesor. 

Un tren que recreaba la decoración y la vida del siglo XIX a imagen y semejanza del  Orient-Express original, pero que albergaba toda la modernidad del siglo XXI. Para un historiador como Agoney, aquel tren despertaba un cosquilleo y una ilusión burbujeante en el cuerpo. 

Tal era su entusiasmo que no se percató de un chico rubio que se detenía a su lado y posaba las maletas en el suelo. El chico dejó escapar una exclamación, impresionado por el espectacular y esbozó una sonrisa. Un presentimiento le decía que aquel viaje sería inolvidable. 

- ¡Pasajeros al tren! - exclamó alguien en el bullicioso andén. Los dos chicos tomaron a la vez sus maletas y subieron los tres peldaños que les separaban del tren. Raoul comprobó el número de su coche, ciento veintiuno. Se dirigió hacía él sin detenerse a admirar el tren, prefería dejar sus maletas y explorar después. Al fin y al cabo, iba a pasar las próximas tres semanas en ese tren. 

Cuando llegó a su coche vio a un chico parado frente al coche de al lado, el ciento veintidós. 

- Hola - saludó Raoul. El chico se sobresaltó y se giró para mirarle. Raoul no pudo evitar admirar lo atractivo que era. - Perdona, no quería asustarte.

- No te preocupes  - dijo a la vez que dejaba su maleta en el suelo. - Así que eres mi ¿vecino de tren? - preguntó. Raoul soltó una risa, la primera de todas las que el moreno le provocaría. 

- Eso parece - dijo. 

- Agoney Hernández - se presentó y le tendió la mano, que Raoul estrechó con una sonrisa, ignorando el calambre que había sentido.

- Raoul Vázquez - sonrió amable. Agoney se preguntó si alguien podía enamorarse de una sonrisa. - Canario ¿verdad? 

- Sí, ¿cómo lo sabes? ¿Has estado en Canarias? 

- No, pero tengo amigos allí - explicó sin soltar la mano del canario.

- Vaya, tienes que ir - dijo, deshaciendo el apretón de manos - si quieres te llevo yo - susurró, le guiñó el ojo con una sonrisa pícara. Abrió la puerta de su coche y dejó a Raoul parado frente a su puerta con las mejillas encendidas. ¿Aquel chico acababa de tontear con él? 

Sacudió la cabeza y se encogió de hombros, habría sido su imaginación. Entró en su coche, dejó las maletas al lado de la puerta y se tiró sobre la cama. Dejó escapar un suspiro por la sensación de comodidad de su espalda contra el colchón. Se tomó unos segundos antes de salir del coche para explorar los entresijos del tren. Se encontró al chico paseando por uno de los vagones, le regaló una sonrisa y se acercó a él. 

- ¿Exploras? 

- Sí, es la primera vez que viajo en un tren así - se mordió el labio - me fascina. 

- A mi también - reconoció Agoney mirando a su alrededor. - He pensado - susurró - que podíamos cenar juntos. Si quieres - murmuró a escasos centímetros del chico. 

- ¿No vas un poco rápido para acabar de conocernos? - susurró Raoul tras soltar una risa nerviosa. 

- No me malinterpretes - susurró. - No soy de esos que dejan a un chico en cada tren o en cada puerto. Solo me apetece conocerte, vamos a estar en este tren tres semanas. Estaría bien ser amigos ¿no? 

Ocho lugares para enamorarse.Where stories live. Discover now