ᴘᴀʀᴛᴇ Úɴɪᴄᴀ

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2019

Se levantó un poco más temprano de lo usual y el frío de la madrugada le obligó a deslizar un pesado abrigo por sus brazos. Caminó hasta su sala de estar, dónde se halló mirando embelesado las vacías calles de Buenos Aires a través del hermoso ventanal que surcaba el Living de pared a pared. Quedarse observando aquel paisaje nocturno era casi sanador, como si se estuviera desintoxicando de su cotidianidad.

Y decía casi porque los recuerdos de él le atacaban sin misericordia, como si su mente se encargara de ser su demonio personal, susurrando al oído todas las cosas por las que se culpaba hoy día. A pesar de que la mayoría de ellas habían acabado muy enterradas en el pasado, aún marcaban el presente de Oikawa.

Le susurraba cosas sucias, pero no de las que le encantaría escuchar.

Aunque toda la culpa de los hechos no recaía únicamente sobre Toru, ese pequeño fragmento que, sabía, pertenecía y era de él lo perseguía por haber mantenido la boca cerrada e incluso no le dejaba pegar el ojo en muchas noches.

Jamás creyó que en toda su vida, marcada inicialmente por excelencias—Toru preferia no mencionar sus fracasos—, se hallaría dándole vueltas a la pregunta más estúpida en la que la raza humana alguna vez había pensado:

" Y si...?"

Una pregunta arrancada del arrepentimiento, incumplimiento y muschas veces falta de responsabilidad humana. Oikawa la detestaba con todo su ser. La resentía porque significaba que pudo haber sido mejor; que sus fracasos no tenían otro culpable más que él mismo; que muchas veces su esfuerzo no era siquiera considerado como tal; que nunca sería suficiente.

Se sentó en el sofá sin apartar sus ojos caoba del paisaje, dejando que la soledad y los demás sentimientos que le arrinconaban—en su mayoría indescifrables o simplemente el caso era que no quería prestarles la atención necesaria para conocerlos y nombrarlos—, entumecieran su mente hasta que dejase de pensar o hasta que el sol asomara un poco de su luz sobre el enorme vidrio. Lo que pasara primero.

Tomó la cajita de alfajores y los devoró, aún con la mirada clavada en el ventanal; ya ni siquiera veía las frías calles del país Suramericano, tan sólo se fijaba en cómo la transparencia del gran vidrio parecía devorarle, como si fuera un oso y él un simple salmón que intentaba luchar contra la corriente.

Era cómico: toda su vida lucho contra la corriente de voces que le decian que jamás lo lograría con una lesión como la suya; que él no estaba destinado a brillar; que él no era un genio. Y tenía—no—debía darle la razón al último enunciado. Él no era un prodigio. Y jamás lo sería. No nació con los dotes y ya.

En estos momentos donde se perdía tan dentro en su mente, Toru no era consciente del tiempo, ni de lo que hacía o dejaba de hacer, solo sabía que estaba permitiendo que la locura se desatara al interior de su cabeza con los pesados recuerdos del ayer y un mañana que nunca llegó para él. Uno junto a Iwaizumi o, mejor dicho—como se había acostumbrado a llamarle en medio de su soledad—, Hajime.

La luz que anunciaba el comienzo del alba le hizo despabilarse y sin titubear, se levantó de su cómodo asiento marcando el camino hacia su rutina diaria: arreglar su maletín deportivo; salir a trotar; regresar, ducharse y comer; salir para el gimnasio; volver a casa y almorzar.

Un hábito que derivó de todas las noches que pasó en vela.

Con cuidado, cerró la cremallera cayendo en cuenta de que sus pijamas yacían dobladas en la esquina inferior de su cama, una tan pulcra que incluso parecía recién comprada y es que si era sincero, en los últimos meses cuando perdió contacto con Hajime, Toru no la había usado. La sala era su nuevo dormitorio en el que siquiera dormia durante la noche, más bien lo hacía durante la tarde cuando salia del gimnasio ya almorzaba con sus compañeros de equipo.

ᴄᴀᴘꜱɪᴢᴇ [ɪᴡᴀᴏɪ] ~ •ʜᴀɪᴋʏᴜᴜ•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora