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Paseándose por algún vecindario elegido para una orden de cateo, o bien, en su defecto como solían hacer siempre, vigilando los callejones oscuros y dejando tras sus pasos a mujeres de la vida galante; así era el día a día de los jóvenes Suguru Geto, –un provinciano reclutado a las afueras de la ciudad– y Satoru Gojo –hijo de un muy conocido veterano– durante su juventud. Ambos, en ese hoy muy lejano entonces, policías de investigación en entrenamiento.

No sabían a ciencia cierta cómo, pero de un momento a otro acabaron convirtiéndose en mejores amigos en medio de las misiones, las rutinas de ejercicio y claro, en sus ratos libres, cómo si hubieran nacido tal para cuál.


Y es que, para ambos, en todo ese tiempo, se sintió así realmente.




No pasó mucho para que ambos terminarán por tenerse un cariño que sobrepasaba la amistad, pero que para ellos seguía viéndose de esa forma. Y era algo hermoso porque después, inevitablemente terminaron siendo algo más y construyeron un vínculo tan fuerte y sincero con palabras tan sencillas y sutiles cómo un “te quiero”. Las cosas entonces comenzaron a cambiar, y con el pasar de los meses compartir un departamento pequeño que quedaba cerca de la academia, despertar uno al lado del otro, compartir el desayuno y los programas de televisión, se había convertido en su vida entera.

Satoru aún recordaba esos primeros días, como si en su memoria viera grabaciones de una cámara kodak antigua; era un compilado de momentos en los que Suguru merodeaba por el lugar, un poco incómodo porque sentía que ese no era su hogar, casi como si estuviera perdido. Pronto Satoru se vería así mismo, tranquilizándolo, abrazándolo y dándole un pequeño beso en la cien, afirmando que no debía de sentirse así porque él se sentía en casa a su lado.



—Bueno... –diría Geto, casi en un susurro.
—ahora que lo mencionas, yo también me siento en casa a tu lado.




Fue entonces que, en medio de un abrazo al albino, regocijandose por esa nueva sensación, por ese calor que emanaba su "alma gemela", que Suguru se derretía y se sentía finalmente a salvo.

Todo iba bien, todo estaba bien; pero algo pasó.






Y eso era lo que Satoru quería descubrir.




Marcaron las cinco de la tarde en su reloj cuando se enteró por chismes en la procuraduría que Suguru se había encargado de hacer una masacre en un edificio de dieciocho pisos al sur de la ciudad, saliendo de entre la sangre y el olor a muerte de la manos de dos niñitas.

Pensó, reflexionó y posteriormente rezó por que todo fuera eso, un chisme, una estúpida mentira.



Pero parecía estar volviéndose loco.




Al día siguiente Shoko Ieiri, una de sus compañeras y amiga cercana que estudiaba ciencias forenses en el edificio contiguo a la academia, aseguró verlo en la zona comercial de la ciudad, con una expresión sencilla y en una plática volátil aceptando que él lo había hecho y que nada de lo que decían por ahí era mentira. Y que de ser necesario, lo haría cuántas veces le fuera posible con los medios que le fueran más fáciles.


Satoru se fue volando al sitio en una patrulla que "tomó prestada" y después de estar a punto de provocar una carambola, lo vió. Lo vió tan vívido, tan cómo era Suguru Geto que hasta se le erizó la piel.


—¡¿Por qué, Suguru?! ¿eh?—Satoru gritó con Suguru dándole la espalda:—¡¿Quién era quién siempre me decía que éramos nosotros los que debían proteger a las víctimas?!

° ɪɴ ᴅᴇᴀᴛʜ ° ° ꜱᴀᴛᴏꜱᴜɢᴜ\ɴᴀɴᴀɢᴏ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora