Enviando mensaje...

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- Nothing's real but love...- cantó Rebecca Ferguson en mis audífonos, demasiado tarde para todos. Que me lo repita ya no hace diferencia alguna, excepto a mi estabilidad mental.

No sé por qué estuve meditando sobre todo esto otra vez. Hace cinco años, cuatro meses, tres días y dos horas que fue declarado el fin. Debería estar acostumbrada. O resignada. Pero precisamente el ser más obstinada sobre ciertas, o muchas cosas, es lo que me ha salvado en este Apocalipsis. Zombi, si quieres definirlo de alguna forma.

¿Estoy realmente a salvo? Es obvio que esta enfermedad no me afectó como al resto, pero aún no entiendo con qué propósito soy inmune. Sería más fácil ser como ellos, uno más. Definitivamente ser uno menos ha sido todo un reto todo este tiempo. Pudieras pensar que es fácil mezclarse, fingir, que no te descubran, y hasta cierto punto lo es. Sólo cuando siento ganas de gritar en medio de una calle llena de muertos vivientes esperando que despierten de su prisión, o de llorar delante de mi madre para que me abrace o me bese, puedo ser descubierta como la amenaza que represento para ellos. Sólo entonces me expongo realmente.

Pausé la música y guardé mis audífonos antes de dejar el techo en el que me escondí a mirar la lluvia de estrellas de esta noche. Una inútil lluvia de estrellas, pues nadie pide deseos. Nadie tiene deseos ya, y los míos parecen demasiado complicados para la vía láctea.

Inspeccioné detalladamente mi apariencia. Es imprescindible lucir como una copia "humana". Quité un poco de polvo de mi hombro y estiré par de arrugas en mi falda. No porque les interese el aspecto físico, lo importante es no llamar la atención, no vestir diferente, no peinar diferente, no caminar diferente. Traje gris, cabello suelto y mirada al suelo, es el estándar zombi.

Sí. No es como lo esperábamos. Las películas no tenían ni idea de cómo sería en realidad este caos. No hay cuerpos mutilados, ni ropas podridas ensangrentadas, ni coros repetitivos y lentos clamando por cerebros. Sólo quedan autómatas vestidos pulcramente, con apariencia de millonarios exitosos, que habitan casas sofisticadas, dueños de cuentas bancarias llenas de inútil dinero porque ya no queda nada que comprar. Nada que anhelar. Nada que vivir. Todo lo tienen. Todo, excepto sentimientos.

En eso sí acertaron las predicciones cinematográficas. Es la enfermedad del "corazón de piedra", la dureza que afecta y encierra nuestro cerebro en un bucle de pensamientos frívolos y muertos. Para lograr satisfacer todas nuestras necesidades materiales fuimos consumiendo todo sentimiento, hasta agotar todo rastro de humanidad. Cuando finalmente lo conseguimos, no quedaba felicidad suficiente en el mundo ni para una media sonrisa.

Bajé a la calle y me dirigí a casa para no romper la rutina de la cena. Mi familia... no. Los autómatas con los que existo, se alarman con facilidad por mi raro comportamiento humano. Una mañana mientras desayunábamos, intenté escapar de ellos, alejarme. Entonces comprendí que trastocar cualquier detalle de la monotonía diaria me expondría. Estoy atrapada.

Un paso, luego otro. Vista al suelo. Conozco el tempo y la coreografía mundial al caminar. Mientras, recordé mis intentos de alertar a quienes aún parecían escuchar. Sólo me trataron como loca que debía ser medicada y controlada. Desistí. Pero aún necesitaba a alguien más que me ayudara a aferrarme a mi débil cordura, a salvarme. Simplemente alguien más. No podía ser yo la única excepción inmune, obstinada, o como quieras llamarle a lo que sea que haya impedido que me contaminara con esta inhumanidad.

Algo inusual captó inmediatamente mi atención. Alguien que venía en dirección contraria tenía un objeto pequeño y blanco que sobresalía del bolsillo de un pantalón. O sea, era un hombre.

Estaba muy cerca, casi a punto de pasar por mi lado.

Un paso. Otro. Más cerca.

Pude distinguir claramente que eran unos audífonos. Significaban música. Música significaba sentimientos. ¡No podía ser!

¿O sí?

Debía controlar mis emociones o me descubrirían. Pero necesitaba mirar. Mi corazón no latiría tan fuerte en vano. Es en el único que había confiado desde hace años. Nunca me había fallado.

Sabía que estaba llamando la atención muy sutilmente con mi agitada respiración.

Miré.

Demasiado tarde.

Pasó por mi lado tan cerca que rocé sus dedos en un intento desesperado de no dejar escapar la oportunidad. Intenté que pareciera casual y entonces vi como su mano se cerró ante la sorpresa de mi atrevimiento.

Fue descuidado al exponerse, peligroso para él.
Fue descuidado el tocarlo, esperanzador para mí.

Tuve que hacerlo. Levanté lentamente mi cabeza... miré sobre mi hombro... y ahí estaba él, mirándome de vuelta mientras se alejaba.

Mi estrella fugaz.

Devolví mi vista al suelo y precisé de un par de minutos para recuperar mi coordinación con el resto, sabiendo lo que tenía que hacer.

Regresaré a esta calle para buscarlo. Para esperarlo. Una y otra vez, hasta que volvamos a coincidir.

Tengo un propósito, al fin, para este fin.

La incertidumbre de lo que sucederá me ha hecho escribir este mensaje, a ti, que quizás encuentres este desesperado grito de socorro.

Quizás llegue la notificación a tu teléfono, a tiempo de que todavía conserves en ti algún sentimiento que pueda salvarte de lo que, lentamente y sin saberlo, te estás convirtiendo...

FugazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora