Aguacero

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Aguacero.

La lluvia seguía golpeando la carretera en una melodía uniforme. A los lados de la autopista el lodo se nutría e hidrataba. El cielo permanecía gris, el chisporroteo del agua era sin cesar. Sin atisbo de que volviera a verse el cielo celeste, intenso, tan típico de la zona, cuando el sol brillaba.

El día parecía como uno más, pero algo estaba por suceder que Hernando no imaginaba. Un estruendo hizo que se sobresaltara, era una ruidosa caravana de autos, pesados, oscuros, empapados, de pronto escuchó una música. Al mirar y detenerse al final de la caravana, precisó que venía una alegre melodía, algo motivó su interés. Era muy llamativo. Había un Ford, viejo decorado con latas y globos, también tenía cintas, con moños grandes y vistosos que con el chaparrón se habían empapado y colgaban como fruta seca. Nadie decía nada, sólo se reían, y en el asiento de atrás, de ese último armatoste, se besaban los novios. Pensar que hace mucho tiempo él también soñó con una festiva celebración de bodas...pero su realidad fue otra la realidad. Apenas habían podido reunirse con la escasa familia de la novia y la suya. Pronto llegó el retoño, y con su nacimiento también los compromisos económicos, aunque no faltaron abundantes alegrías. Los primeros pasos y balbuceos hicieron más fáciles los días de intenso calor, de jornadas interminables con moscas y lluvias repentinas como la de hoy. De pronto otro auto, este venía lentamente, todo embarrado, con el conductor, quien se detuvo, y dentro de la soledad del lugar, el cielo comenzó a abrirse y el hombre pequeño, bien vestido, bajó del auto y con voz amable le pidió un poco de agua para el radiador. Hernando llegó hasta el rancho entre la maleza y el aguacero, que no se detenía, y enseguida volvió con un jarro y agua. – A ver si esto es suficiente, dijo.

Y el pasajero le agradeció la cortesía, inmediatamente siguió su camino, "tome" le dijo, mientras le ofrecía el periódico de alguna ciudad no muy lejana, con las últimas noticias del lugar. -Entérese de lo que está pasando, agregó.

Hernando se sonrojó y tímidamente le agradeció, pensó en la posibilidad de aprender a leer. Tal vez con su hijo tendría esa oportunidad, pero hay tanto para hacer en estas tierras que no queda mucho para este fin...y después de todo su hijo podría leerle por las noches sin que tuviera que esforzarse tanto.

El recuerdo lo ahogaba, aunque tomó fuerzas volvió a la rutina del arado, el sol aparecía de pronto, se sentía punzante con la humedad que se evaporaba. Hasta que el cielo se abrió. Aunque eran las primeras horas de la jornada, se sentía cansado, el peso de los años, el duro trabajo, la tierra aterronada, y las pesadas noches cuando el estómago crujía, habían hecho que las canas aparecieran precozmente y la piel cambiara aceleradamente. Apenas si pasaba los veinte.

En alguna parte su esposa e hijo retomaban las tareas, caminando por la espesa selva, la maleza les agrietaba las piernas. Las manos ásperas separaban las duras ramas. El río, que corría agitado por la lluvia torrencial, había removido todo. Los verdes de la maleza recobraron una tonalidad especial, un brillo característico desde el momento que cesó la tormenta y los pajaritos y las diversas aves que trinan su dulce cántico, parecían profetizarles su destino.

De pronto otro estruendo hizo detener a Hernando. Sobre el horizonte subía humo espeso y negro, el fuego se alzaba en llamas cada vez más altas. El amarillo rojizo lo estremeció, y pensó en aquél vecino anciano que vivía solo y que si la buenaventura no habría estado con él, en ese trágico día habría desaparecido para siempre...

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