Capítulo 1

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Marchabamos con los hatillos a la espalda, a los pies de la Sierra. Refugiados bajo la tupida falda, evitábamos la tierra yerma a toda costa. Con las uñas moradas, decidimos hacer un alto cerca de un arroyo. Entonces los vimos: los Ardientes descansaban en mitad del terreno descampado. Ellos encendían sus hogueras y marchaban bajo el sol. Con la piel achicharrada y llena de vejigas, era el peor lugar en el que toparse con ellos: estaban en su elemento. Mientras se sentaban de cara al sol, un centinela situo su mano sobre el fuego y empezó a otear la floresta: nos buscaban.

Entonces toqué la corteza del árbol y sentí cada una de sus grietas, cada uno de sus surcos. Lo abrace en un pensamiento y cubrí de hojas mi mente, imaginándome con los pies enterrados siendo testigo del tiempo. Le pedí al árbol sus altos ojos y su robusta protección. Entonces una cúpula de ramas y hojas nos rodeo y vi con la mirada de la copa. No venía nadie más. Éramos solo aquel grupo y nosotros, y no parecían haber detectado nuestra presencia. Ahora tan solo había que esperar al momento adecuado.

Eran aquellas tierras regias, de grandes reyes e historias seculares. Mi madre me hablaba cuando era niño de las reinas de la Linde. Reinas de vestidos con corpiños metálicos y coronas de diamantes níveos. Portaban espadas y se desposaban con sus futuros escuderos. Se dice que una mujer sabe cuando perdonar una vida, mientras que un hombre sabe cuando sesgarla. Existían hermandades de hermanos escuderos de una crueldad impía que despreciaban a las mujeres y cualquier tipo de vínculo personal más allá de la mancomunación con un objetivo. También había comunidades de hombres que ejercitaban el perdón y vivían juntos en palacios donde se desposaban entre sí. Ellos ejercían la Justicia de la Reina y se encargaban de la educación de los niños. Recuerdo que mi madre me habló de una magia ejercida desde la Tierra pero materializada en otros elementos. Historias que formaban parte de un imaginario infantil, pero que ahora son una realidad cortante y fría, mucho menos atractiva aunque mucho mas nostalgica. Su recuerdo se me clavó en el pecho. Una brisa movió las hojas del árbol.

— Roque, ¿algún día seré capaz de hacerlo yo?

Perdido en mis cavilaciones, se me había pasado desapercibida la mirada curiosa y fascinada del pequeño Nuel. Le respondí con una sonrisa y una chanza, viendo como revoloteaba hojas del suelo bajo sus manos de niño. Abrigue la frialdad de mi corazón melancólico con una ardiente determinación. Una chispa brotó de mis dedos, prendiendo una pequeña hoguera, e iluminando la sombría y húmeda bóveda forestal. Sentí mis músculos como piedras, y un cosquilleo me bajo de la nuca. Entonces me senté, y me dejé llorar.

Hijo de dos mundosWhere stories live. Discover now