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Mi carne se hundió, vencida por esos dientes que me cambiarían la vida en un instante. Las películas mentían: no sentí el dolor desgarrador que se presupone a una mordedura de tal categoría. Sí, lo normal en mi situación habría sido gritar, pero fui lo bastante coherente como para contenerme. Por el contrario, de mi boca entreabierta solo salió un gemido lastimero, parecido al de alguno de mis peores encuentros de cama. Una no ensaya estas cosas, qué le vamos a hacer.

Allí acorralada no tuve una de esas revelaciones místicas extracorporales dignas de una buena sustancia ilegal, o de sentir a la muerte soplándote en la nuca como un abuelo pervertido, como era mi caso. Nada trascendental; eso no era para mí.

Podría deciros que comencé a ver todo a cámara lenta, con esos puntitos vintage de los carretes de cine antiguo que tanto caché tienen ahora para los modernos. O tenían. Las cosas han cambiado mucho. Con la cámara lenta vendría una sucesión de escenas estándar de mi vida, sin duda alguna de carácter lacrimógeno. El drama siempre vende, ¿no?

Nada de eso, yo era más pragmática.

Mi único pensamiento en ese momento fue de asco. Su olor putrefacto me atacó como la pulverización fugaz de esas chicas que promocionan un nuevo perfume en el supermercado. Casi pude oír sus voces: «Pruebe nuestra nueva Eau de Zombis, será el alma de la fiesta, señorita Díaz».

Claro. Si el resto se enteraba sí que sería el alma de la fiesta. La fiesta para cortarme el cuello o meterme una bala en la cabeza. Cosa improbable esto último, si tenemos en cuenta que no estábamos en Estados Unidos y que las armas no las regalaban en fascículos con el periódico. Pero algún modo encontrarían, y probablemente nada agradable.

Reaccioné al fin y asesté un golpe a la cabeza del zombi. Se despistó y liberó algo mi pierna. Me giré como pude y le di un puntapié, con tan mala suerte que mi tacón se le quedó atascado en un ojo.

—¡Oh, por Dios, Maripuri! —me quejé en voz alta.

La cincuentona que gruñía y me enseñaba los dientes era nuestra zombi del lado oeste, a la que habíamos llamado Maripuri. Con su pelo oscuro necesitado de un buen tinte y el uniforme de limpieza azul, seguía atrapada entre una mesa y la máquina expendedora.

Me sonaba su cara, pero era una de esas caras a las que no solía prestar atención en mi antigua vida diaria; una vida en la que iría haciendo malabarismos entre un café hirviendo, el teléfono, y una pila de papeles. Y a todo eso con el añadido de ir calzada con unos tacones de dudosa estabilidad. Eso me hizo volver al presente.

Esos zapatos me gustaban. Eran de mi color favorito, y apenas los había estrenado el día en que todo comenzó. Forcejeé para sacar mi apreciado tacón azul de aquel ojo sanguinolento. El frup, frup viscoso me hizo dar una arcada. Después de casi dos meses de apocalipsis zombi ya debería estar más que acostumbrada a estas cosas, pero no.

La voz de mi madre me llegó en un recuerdo donde me vi a mí misma llorando: «Qué estirada eres, hija. No sé a quién has salido, a mí no, desde luego». Mi madre, una mujer de acción-reacción, atajó aquel asunto rápido. Me quitó el moco que mi hermano me había pegado en la mano y aquel microuniverso verdoso se extinguió bajo el chorro del fregadero. Después le asestó a Daniel una buena hostia, aún teniendo veintiséis años y muchos pelos en ciertas partes. Porque este episodio pasó hará un año, y yo, además de pragmática, soy una dramática, valga la redundancia. Con treinta y dos años a mis espaldas, lloré por un moco, imagináos ahora.

Así que bufé desesperada al ver mi zapato allí encajado en su curioso escaparate. En un arrebato me quité el otro y se lo lancé a la cara, muy digna yo.

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⏰ Última actualización: Mar 06, 2022 ⏰

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