Capítulo 1

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Capítulo 1

«Me quedé solo.»

Las cosas no podrían ir de malas a peores. La tormenta nocturna de por sí ya se esperaba ser larga, según el canal del clima, ¿y quedarse completamente a oscuras?...

¡Vaya!

«No enciendas todas las luces de la casa, sólo la de tu lámpara de noche, ¡o así nos saldrá de costoso el recibo de luz!», ordenó la Sra. Bruns, y el Sr. Bruns le hizo segunda; no era bueno llevarle la contra a su esposa en absolutamente nada. ¡Cero! Su vida dependía de ello...

—Hazle caso a tu madre, ¿sí, hijo? —sugirió su padre, y la madre salió de la habitación del niño para ir a tomar su bolso.

El pequeño Henry Bruns asintió con su cabeza mientras su padre encendía la pequeña lámpara de noche. La habitación de Henry se iluminó de un tono azul cielo pastel, algo tenue, pero aquello era suficiente para mantener a las extrañas sombras de su habitación lejos de ser tan terroríficas como cuando se hacían ver con las anaranjadas luces de la calle, o peor aún, las luces violetas y blancas de los relámpagos de la tormenta eléctrica que había allí fuera.

Pa —le llamó el pequeño antes de que su padre se marchase del todo. El señor se acomodó sus gruesos anteojos circulares, se aplanó con la mano el poco cabello de su casi calva y suspiró; se preparaba para lo siguiente—. ¿Podrías...?

—Lo sé, lo sé —le interrumpió, volviéndose hacia el armario; bien sabía qué. Tomó con su arrugada mano, que estaba adornada en su muñeca por un reloj dorado, un pequeño astronauta espacial hecho de felpa. Le sacudió el polvo y se lo entregó al niño tembloroso que se ocultaba debajo de las cobijas, sentándose junto de él para acariciarle su pequeño tobillo izquierdo—. Está bien, está bien —dijo, con voz calmada—; pero sólo será por esta noche y después hombrecito espacial regresará al armario, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —aceptó el niño.

—Ya tienes seis años.

—Casi siete —añadió el pequeño.

—Sí... Casi siete —confirmó su padre, haciendo cuentas con los dedos, aunque algo dudoso—. Faltan casi dos meses para eso.

—Dos meses y medio —le corrigió el pequeño, después se rió mientras su padre se rascaba las sienes; las cuentas en su cabeza nunca salieron claras...

Al final, ambos se rieron.

—Bueno, bueno. Sabes que a tu amado padre siempre le falla la memoria.

Lo sé, lo sé —imitó el niño.

Las risas siguieron hasta ser interrumpidas por los llamados de la Sra. Bruns: «¡Ya es tarde! ¡Vámonos, querido!».

—¡Ya voy, cielito! —avisó el Sr. Bruns, levantándose de la cama del pequeño Henry—. Estarás bien, hijo. Lo prometo.

—¿A salvo de los monstruos? —preguntó el pequeño, algo tembloroso.

—A salvo de los monstruos —le prometió—. Aparte, será por muy poco tiempo. Tu madre insiste en ver esa obra musical. Sabes que le gustan esas cosas.

—¿Y a ti te gustan las obras musicales, pa?

—Pues... —vaciló un poco el padre. Después se acercó, se inclinó hacia la oreja del pequeño y susurró—: Aquí entre nos, las óperas son peores.

Ambos se volvieron a reír.

Después de unos minutos, el pequeño Henry escuchó cómo el automóvil se ponía en marcha y se iba de la casa, poco a poco. El sonido del motor se alejaba y se alejaba..., y cuando por fin no escuchó nada que no fueran las gotas de lluvia golpeando su ventana, supo entonces que de verdad se encontraba solo. Se hallaba en su casa con aquellos ruidos extraños que se escuchaban constantemente. ¿Acaso no serían las garras de algún monstruo que intentara abrirle su estómago y comerse sus tripas mientras miraba todo con sus ojos bien abiertos?...

DISFRUTA EL SILENCIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora