Capítulo 5: Flores marchitas

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Loren Philips



Los golpes en la puerta resonaron en la quietud de la madrugada, arrancándome del sueño como un disparo en la noche. Mi cuerpo entero se tensó al escucharlos, y un escalofrío helado me recorrió la espalda, tan intenso que me erizó la piel. No era un llamado cualquiera; había algo inquietante en la insistencia, en la fuerza con la que los nudillos golpeaban la madera. Me senté en la cama de golpe, con el corazón palpitando en mi pecho como si quisiera escapar de mi cuerpo. Mi respiración era pesada, y mientras intentaba despejarme del sopor, sus palabras llegaron con claridad:

—Loren, abre la puerta.

La voz de Adrián, impregnada de esa autoridad que siempre ejercía como un látigo invisible. Me estremecí. Era un sonido que había aprendido a temer tanto como a odiar. Respiré hondo, tratando de encontrar algo de calma, pero mis manos temblaban cuando me coloqué las pantuflas. ¿Qué querría ahora?

Salí de la habitación apresurada, con los latidos de mi corazón marcando el ritmo de mis pasos. El pasillo se sentía interminable bajo la tenue luz de una lámpara al final. Llegué al vestíbulo y me detuve un segundo, apoyando una mano en la pared para estabilizarme. Mi respiración era errática. Frente a mí, la puerta temblaba bajo la fuerza de los nudillos de Adrián, como si quisiera derribarla a golpes.

—¿Olvidaste la contraseña de nuevo? —pregunté con la voz somnolienta, tratando de que el cansancio en mi tono no revelara mi miedo y frustración.

Hubo un breve silencio antes de que respondiera, más bajo esta vez:

—Sí, perdona.

Su tono era extraño, casi avergonzado. Una rareza en él.

Fruncí el ceño, dudando por un momento antes de girar la llave en la cerradura y abrir la puerta de protección. Allí estaba, bajo la tenue luz que se filtraba desde el interior. Su figura parecía más imponente de lo habitual, empapada por la fina llovizna que caía. El abrigo que llevaba brillaba bajo el agua acumulada, y unas gotas se deslizaban por su cabello desordenado. Pero lo que más llamó mi atención fueron sus manos. En ellas sostenía un ramo de flores rojas, tan intensamente carmesí que parecían irreales, como si estuvieran pintadas o hechas de plástico brillante.

—Son para ti —dijo, extendiéndome el ramo.

Su gesto era extraño, casi torpe, como si no estuviera acostumbrado a realizar actos que no incluyeran control o amenaza. Lo miré, mis ojos moviéndose entre las flores y su rostro. Había algo en su expresión, un destello de duda mezclado con su usual arrogancia.

Miré el reloj de reojo. Las manecillas marcaban las cuatro de la mañana. El mundo entero dormía, pero él estaba allí, con un ramo de rosas inexplicable en sus manos. ¿De dónde habría sacado un ramo a esa hora? Pensé mientras mis dedos tocaban los pétalos, sintiendo su textura extrañamente suave.

—Gracias... —murmuré, sin saber qué más decir.

Adrián inclinó la cabeza, como si buscara mi reacción, pero su postura no mostraba amabilidad, sino expectativa. Esa manera que tenía de estudiar cada gesto mío, de medir si yo reaccionaba "correctamente".

El aire frío de la madrugada se colaba por la puerta abierta, pero ninguno de los dos parecía notarlo. Nos mirábamos en silencio, como si el tiempo hubiera decidido detenerse solo para atraparnos en ese instante.

Finalmente, Adrián cerró la puerta con un movimiento brusco, sacudiendo la nieve que se acumulaba en su abrigo. El suave crujir de sus botas sobre el suelo rompió la quietud, y con él llegó un leve olor a alcohol, avivando mi alerta. Lo observé con atención. Su cabello estaba desordenado, los mechones rubios pegados a su frente, y sus ojos enrojecidos eran un claro indicio de agotamiento o algo más. Había una rigidez en su postura, como si una tormenta invisible lo estuviera consumiendo por dentro.

Respuestas sin salida [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora