El rugido

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El frío abrasa mi piel como una ola de agujas; penetra mi ropa con la misma facilidad con la que el agua se escurre entre los dedos. Si no hubiera sido el frío me habría despertado alguno de los autos que pasan a toda prisa. Levanto mis duros y pesados párpados; la luz encandila y aprieto el rostro, restregándome luego los ojos con el dorso de mi mano. Un furioso bocinazo que se aleja alerta mis sentidos. Mi roja nariz olfatea los buñuelos recién hechos de la panadería junto a la que estoy. Ruidos estomacales; rugidos de otro perro que decora la lastimosa estampa de Concordia.

Azarosos destellos atraviesan la espesa niebla que se yergue hasta donde alcanzo a discernir inciertas formas en lontananza. ¡Terrible dolor de cabeza! (espero que no sea la fiebre otra vez). Cambiantes manchas de colores violáceos salpican mi vista cuando parpadeo. Parece que hace poco amaneció. Descubro que estoy acostado sobre mi brazo cuando intento moverlo desatando una tirante punzada en toda su extensión. Apenas me abriga una raída camiseta sobre las heladas baldosas que se clavan en mis costillas. Me enderezo lo mejor que puedo y quedo sentado contra la pared. Veo anhelante la cobija que por la noche se desplazó, a causa del viento o de la voluntad de algún bromista, unos metros hacia la calle mojada.

Al paisaje urbano lo decoran esporádicos peatones que pasan a mi lado simulando no verme. Son oficinistas en trajes de alquiler o modernos adolescentes de largas camisetas estampadas. El tarro de lata espera la limosna del día, hambriento y oxidado. Puede que en las largas e inexpresivas caras que desfilan al rededor descubra un poco de compasión. Admito que a veces me enfurece la compasión; me avergüenza ser para alguna persona solo el depositario contingente de "la buena acción del día". Cuando esa furia (o ese resentimiento dirán algunos) invade mi ánimo, dirijo mi mirada más horrible a los transeuntes. Una mirada llena de asco. En esos momentos deseo clavarme en sus retinas como una pesadilla vomitiva, y que les cueste digerirme cuando hagan el recuento del día en sus cómodos sofás. Lo curioso es que en la gran mayoría de casos parece ser esa mirada la que incita a que, por temor quizás, dejen una moneda en el tarro de lata.

¡El rugido, tengo que calmar el rugido!. Palpo los estirados bolsillos del jogging que se pega húmedo a mis piernas. Es difícil expresar la sensación de asco y autocompasión que tengo cuando mis huesudas y angulosas manos se hunden en en la pantanosa tela. Tras meter gran parte de mi antebrazo en el bolsillo alcanzo una masa endurecida que palpo con mis callosos dedos, ásperos como el asfalto. Retiro la masa del pantalón y la contemplo como si fuera el mismísimo Cristo en el desierto: su color miel avejentado, los poros enverdecidos por la podredumbre que se apodera del pancito como si se tratase de un recién muerto y la arenilla que se queda adherida a mis gemas y a mis palmas temblorosas. Lo que más celo de aquel sagrado objeto es su aroma. Un aroma que imita patéticamente al de la panadería pero con el agridulce condimento del hambre que proyecto sobre él, dotándolo del halo broncíneo de mesías salvador. Lo acerco a mi boca con la delicadeza de una caricia. Debajo de mi camiseta, en algún recoveco enmohecido, un romántico corazón acelera sus latidos mientras me inundan los recuerdos . Es verme en su superficie y en su olor, como en un espejo, envuelto por la cobija de Harry Potter con la que mamá me arropaba, frente a los dibujos animados que alumbran una porción jugosa de budín de pan sobre mi falda. Es acercarlo poco a poco y retrotraerme a épocas sin mugre, sin frío y sin hambre; a un país sin crisis ni las miradas compasivas de los transeúntes. Un impaciente bocado rompe la armonía y corona el bendito momento con un éxtasis incontenible. Una represa se rompe en mi interior y aquel niño que ví devora el manjar candorosamente, sin vergüenza ni remordimiento. Hasta pronto, rugido.

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⏰ Last updated: Aug 08, 2022 ⏰

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