Mañana no habrán traidores

17 4 7
                                    

El tenue resplandor azulado de la miríada de pantallas en la sala de control del Chara resaltaba la solitaria presencia de aquella solitaria, silenciosa y contemplativa figura. No vestía uniforme alguno, pero era una figura bien conocida y respetada por todos a bordo de la enorme nave de guerra, con un corto cabello color rojo sangre que cual sedoso manto caía sobre una camisa blanca de estilo simple, conjunto completado por pantalones marrones y largas botas de combate negras.

La suya era la figura de la capitana de la nave, una persona que, siendo normalmente una animada conversadora para con los suyos, permanecía ahora en un sepulcral silencio. Nadie había sabido nunca su nombre. Todos la llamaban “X” por el código de error que las computadoras arrojaban por algún motivo ante su presencia, y porque según su instructor había algo mal con su... humanidad; y así había sido que “X” se había convertido en su nombre. A juzgar por la fría, distante y apagada mirada de sus ojos violetas, hacía largo tiempo que había dejado de importarle quién era, o quién había sido alguna vez. La información de su pasado era tratada con tal secretismo por los mandos aliados que bien podría haber surgido por generación espontánea, un fantasma sin historia, y el resultado habría sido exactamente el mismo.

Era un fantasma, sin tiempo ni historia ni nación.

En las pantallas, le tocaba el turno a Mustafar, el último de los continentes de aquel planeta lo suficientemente desafortunado como para haber atraído sobre sí la atención del Chara, para recibir sentencia de una jueza que no perdonaba. El suelo temblaba y se quebraba bajo el azote de los miles de cañones de la nave, tragándose ciudades enteras en fisuras que se llenaban de magna. Las montañas estaban comenzando a desmoronarse y los océanos a hervir hacia la atmósfera, atormentadas columnas de vapor entre monstruosas tormentas de fuego y centelleante espuma piroplástica, cuando el primer oficial de la nave se animó finalmente a entrar al salón y romper el silencio.

—Señora... ¿Permiso para hablar con libertad?

X asintió con aquiescencia, su estómago sintiéndose pesado con el pleno conocimiento respecto a lo que le sería preguntado. Pero habían cosas que debían de hacerse y de decirse, le habían enseñado, y con ojos cerrados la capitana supo aceptar que no era su función la de censurar a sus propios oficiales. No si acaso quería tener subalternos que fuesen competentes y leales en su labor en vez de cobardes aduladores como otros capitanes tanto más orgullosos como incautos.

—Mi señora... Perdóneme pero, ¿qué nos da el derecho? Trece mil millones de vidas...

X respondió sin siquiera volverse a mirarlo, incapaz de apartar su mirada de las pantallas conforme Atmos, la vasta cuidad capital planetaria, estaba siendo consumida en una dantesca bola de plasma debido a que sus reactores habían cedido ante la presión de la cadena de terremotos. A su alrededor, bosques y praderas ardían con llamas de tal extensión y voracidad que, junto al pesado manto de humo negro que de ellas se elevaba, habrían sido observables al ojo desnudo desde orbita si alguien le hubiera dado ventanas a las naves.

—Si tan solo conociera del nivel de la traición de los agrianos, primer oficial Felm, traición la cual escapa de toda comprensión... entonces sabría. —la voz de X era sobria, rasposa, casi forzada—. ¿Cuestiona nuestro derecho de aniquilarlos? Bueno, le diré: no tenemos derecho a dejarlos vivir...

—Pero... ¿Traidores todos ellos, señora? —Felm sonaba tan cansado y quebrado como lucía, aún a través de la perfecta y pulcra apariencia de su uniforme azul de galeras doradas—. Seguramente, entre tantas personas...

—¡Suficiente! ¡No se hable más! —exclamó X, ahora sí volviendo toda su atención a su primer oficial, enseñando un rostro como nunca antes había visto él en ella, una mezcla de tormento e ira, pero un carácter aún firmemente resoluto—. El Cártel ha hablado, y su voluntad será hecha. La tarea que nos ha sido encomendada es una horrible, sí, y precisamente por eso no es apta para contemplación o cuestionamientos... —la capitana hizo una pausa para inhalar profundo, retomando la típica altivez y mirada distante y fría que usaba al comunicarse con otras personas que no eran parte de su círculo de confianza, que era también la forma en la cual ella misma podía sentirse un poco más segura—. No hay lugar para la pena. No hay lugar para el arrepentimiento. Aquí solo hay lugar para el deber, y para componer una sinfonía de destrucción...

Sol Negro - Antares (Mañana no habrán traidores).Where stories live. Discover now