Parte 1 Sin Título

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EL ÚLTIMO SEPELIO

Como solía hacer casi todaslas mañanas de mi triste y aburrida vida, fui a pasear a primera hora por lamisma calle que me llevaba siempre al mismo lugar y ese, no era otro, que elfrío y gris cementerio de mi barrio en donde la mayoría sobrevivíamos dentro deuna sociedad cada vez más dividida. Allí, bajo tierra, estaban sepultados losnarcotraficantes más poderosos del condado, pero esa mañana sucedió algo que medejó totalmente desconcertado. Sin quererlo, me choqué con un viandante queparecía llevar la misma dirección que la mía y ni siquiera se inmutó con elimpacto de mi cuerpo que a mí me hizo temblar. Existía una norma no escritaen donde dejaba claro que ese tipo de engendro humano tenían que terminar todosjuntos en el mismo camposanto a pesar de que santo no había ninguno. Ellos, quelamentablemente no eran pocos, habían dado el visto bueno a esta tradición deantaño que comenzó con la familia Alcázar, considerados los reyes de lacocaína. En la Tierra ya no existe ninguno de esta estirpe digna de estudio,pero el hecho de que decidieran permanecer unidos bajo tierra hizo que el restode su misma condición lo vieran con buenos ojos. Quizá lo veían como una manerade permanecer unidos y defenderse cuando ya, en vida, habían perdido labatalla.

Cuando mis pies caminaban sin orden ni sentido por la estrecha acera de la calle, mi cerebro sabía a la perfección que esos pasos me llevarían hacia allí por lo que ya no me esforzaba en darles una orden contraria, aun sabiendo que si entraba en ese agrio lugar cometía el riesgo de no volver a salir.

Eran populares las mil y una historias de terror que quitaban el sueño a muchos niños y que, en teoría, habían sucedido dentro de esas cuatro paredes de cemento. Aun así, existe un deseo inexplicable dentro de mi alma que me lleva hacia ese lugar, una y otra vez, al que nadie quiere ir hasta el último día de su vida. Quizás, el verme envuelto en una neblina de almas en pena, me permite entender el porqué de la muerte, a veces injusta para muchos y otras veces merecida para pocos.

Desde una distancia prudente, vislumbré una multitud de personas, todas vestidas de un riguroso luto, exceptuando los cuatro jóvenes que se encontraban en primera fila y que se habían permitido el lujo de no seguir el protocolo.

Había tres chicos y una chica, cada uno con su estilo propio de vestimenta más acorde para un concierto de pop que para un último sepelio. Me pregunté al instante qué tipo de narco estaban sepultando en ese momento y sobre todo si se merecía una despedida de tal calibre en donde no cabía un alma, por así decirlo. La joven, que estaba al lado derecho del chico más alto del grupo y que no me resultó del todo desconocido la tildé de inmediato como la hermana pequeña, fue la única que mostraba una mínima sensibilidad ante el acto de despedida ya que, con lágrimas, que acariciaban sus mejillas hasta marcar un húmedo camino en la piel demostró la tristeza de perder a un familiar querido. Entonces, ocurrió algo que me sorprendió a sobremanera y fue la reacción que tuvo la chica al escuchar unas palabras del presunto hermano que se encontraba a su lado aguantando sin paciencia el último adiós. Debió de ser, por lo menos, un mensaje reconfortante porque no tenía sentido la sonrisa de felicidad que la chica se permitió tener en una ceremonia en que los retozos no tenían cabida.

Me acerqué con disimulo hasta llegar a un punto de cercanía del que me fue imposible pasar desapercibido. De hecho, ella, que seguía conservando una sonrisa perenne algo cínica en frente de un ataúd de madera de roble brillante, frunció las cejas mientras achinaba los ojos y volvía a cambiar su semblante por uno mucho más abatido. No pude reaccionar a tiempo porque, inmediatamente, me hizo una señal con la mano para que me incorporara a su lado, como si fuera uno más de la familia.

−No deberías estar aquí− me dijo mediante un hilo de voz que, en teoría, sólo escuché yo. Sentí como su mano rozaba la mía, no sé si fue por el cambio de postura o porque realmente quería sentir el contacto de mi piel. Me llamó la atención lo fría que tenía las manos, pero lo que realmente me impresionó fue el color de la piel de su rostro. Era blanca impoluta, sin ni una sola mancha que el sol pudiera haber dejado. Ni siquiera, una vulgar peca había tenido permiso para implantarse en esa pieza única de porcelana del que parecía haber sido tallado su rostro.

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