1

33 6 0
                                    

Hanna
domingo, 6:39 am

Después de una hora y veintitrés minutos despierta, concretamente desde las 5:16 de la mañana, me decido por levantarme de la cama. Si fuera por mí, seguiría durmiendo, pero está claro que mi cuerpo no piensa lo mismo.

Me siento al borde de la cama, y busco con la mirada mi pinza de pelo negra que dejé sobre la mesita de noche antes de tumbarme en la cama. No la encuentro, lo cual me parece raro, porque cada día prosigo una especie de ritual nocturno dejando esa pinza en el mismo sitio, sin falta. Abro el primer cajón de la mesita de noche: mi estuche de las gafas —sí, soy miopepero sin las gafas, porque tengo la costumbre de dejarlas en cualquier sitio. También está mi libreta de notas, que utilizo cuando mis pensamientos son tan densos que deben salir de mi mente, y mi estuche de color negro con un estampado de Power Ranger's que me regaló Leo, mi sobrino de nueve años, por mi cumpleaños.

Se me olvidaba mencionar que yo tengo veintitrés.

Abro el segundo cajón, con la esperanza de encontrar la pinza que tanto ansío encontrar, pero nada. Era evidente que allí dentro tampoco estaría.

Desisto por la búsqueda de la pinza, aunque es difícil ignorar una melena de más de ochenta centímetros de longitud, y más difícil es de ignorar un 13 de agosto en pleno verano. Me levanto de la cama, salgo de la habitación y voy al baño. Busco una goma de pelo por los cajones que hay bajo el lavabo, me agarro el pelo de cualquier manera y abro la llave del grifo para lavarme la cara. Como cada día, a pesar de ser casi las siete de la mañana de un domingo, procedo a hacer mi rutina de skincare, ya que tener mi piel sana es lo único que me mantiene estable ahora.

Al terminar, me miro frente al espejo. Me sorprende que cada vez me gusten más mis facciones, pero por otra parte me recuerdan a mi madre y, ahora mismo, no es que ayude demasiado que digamos. Desde que se fue, todo se asemeja a ella mil veces más, concretamente yo, que soy su hija. Mi hermana, en cambio, se parece más a papá. Mi madre siempre decía que el primer hijo que nace se parece más al padre y el segundo, a la madre. En este caso fue así. Pero desde que se fue, en algunos momentos desearía que hubiese sido al revés.

Me replanteo cambiarme de ropa, pero siendo domingo me apetece quedarme en pijama. Probablemente lo más lejos que llegue de ver la calle, será en mi balcón, viendo gente bajando la calle hacia la playa.

Voy a la cocina y enciendo la cafetera. No me gusta tomar mucho café, porque después no me deja dormir. Pero estos días ni tomando somníferos podría hacerlo. Abro el armario superior que está encima de la encimera y busco el café. Agarro el paquete y lo observo: un café tan simple, de un origen extrañamente desconocido, de una marca blanca que ni yo misma sé de dónde proviene. Lo compré en una especie de supermercado pakistaní al sur de Málaga cuando fui de viaje con Laura y Mateo hace cuatro semanas. Qué más da: lo que no mata, te hace más fuerte.

Laura es mi mejor amiga. La conozco desde que tengo uso de razón, prácticamente mis veintitrés años de vida. Es una chica muy tierna, le encanta escuchar pop a todas horas y cantar a todo volumen a pesar de que pueda llegar a romperte un tímpano. Es alta: muy, muy alta. O quizás yo la veo muy alta porque yo soy muy, muy enana. Tiene el pelo oscuro como la obsidiana y muy corto, por los hombros, aunque antes lo tenía prácticamente como yo. Todavía recuerdo el día en que se lo cortó; lo arrepentida que estaba y lo diva que se siente ahora. Sus ojos claros, de un tono verde grisáceo, te dejan ver todo lo que lleva dentro. Como siempre he dicho: los ojos son las ventanas del alma.

SeñalesWhere stories live. Discover now