Capítulo 1

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Me despertó el silbido de la tetera. Me había quedado dormida en el enorme sillón de cuero del salón, otra vez, mirando por el gigantesco ventanal que ocupaba toda la pared. Me levanté entumecida y caminé descalza por el suelo de mármol blanco hasta llegar a la cocina. Me llené una taza de agua caliente y eché una bolsita de té. Volví a acurrucarme en el sillón y miré las vistas; una jungla de rascacielos se formaba frente a mis ojos y se extendía en el horizonte hasta que los cristales de los edificios más altos se fundían con el cielo, y pasaban desapercibidos perforando las nubes más bajas. Eran las últimas horas del día y el sol dejaba una capa de luz anaranjada en el paisaje, la misma luz que iluminaba todo el apartamento. Me encogí en aquel butacón, pegando las rodillas a mi barbilla y apoyé la taza sobre ellas. Sabía que vivía en un gran apartamento y en uno de los edificios más altos de Nueva York, pero era la primera vez que se me hacía grande. Solté un enorme suspiro y conté hasta tres para levantarme. Era el momento, no podía aplazarlo más. Caminé arrastrando los pies hasta la última habitación del pasillo, empujé la puerta que chirrió, y con gran dolor e incluso con un poco de miedo entré.

El despacho seguía tan bonito como siempre, y aún conservaba ese característico olor a café. Era amplio e iluminado por un precioso ventanal. Podía recordar a mi madre sosteniendo una taza en la mano, mientras recorría con las yemas de los dedos los lomos de los viejos libros de las estanterías que parecían pedir a gritos ser cogidos.

Parpadeé un par de veces para volver a la realidad, y vi que la habitación estaba completamente vacía. Y aunque hubiera decenas de personas, sin ella, seguiría estando vacía.

"¿Cómo se había ido tan rápido?" Volví a hacerme la misma pregunta que había invadido mi cabeza estos últimos días.

Siempre había tenido a mi madre como una heroína; la mujer más interesante que conocía y probablemente conociera jamás. No había libro que no hubiera pasado por sus manos, ni ciudad en la que no hubiese descubierto sus lugares más secretos, pero si había algo que destacar de ella, sin duda, eran sus historias, esas que me contaba por las noches y me rondaban en la cabeza durante semanas. Aunque a veces, y a pesar de mis protestas para que no lo hiciera, las dejaba a un lado para contarme las anécdotas de sus viajes. Mi favorita era la de París, siempre me enseñaba todas las fotos que guardaba en un enorme álbum de cuero con una gran flor de lis dorada en la portada. Incluso su voz seguía resonando en mi cabeza como si la tuviera a mi lado, explicándome una de sus numerosas aventuras a lo largo del mundo.

Paseé alrededor del gran escritorio de caoba, rozando sus bordes con mis dedos. Ya no sentía el frío del suelo de mármol en la planta de mis pies puesto que caminaba encima de la enorme alfombra esmeralda que se extendía bajo el pupitre colocado en el centro. Aún estaba su carpeta de cuero encima, donde guardaba todos sus dibujos a carboncillo.

-¿Por qué te has ido Mamá?- susurré acariciando el tapizado aterciopelado de la silla de escritorio.

Llevaba seis días haciéndome esa pregunta, seis días sentada en el sillón, viendo cómo las horas pasaban y cómo la vida trascurría al otro lado del ventanal mientras yo seguía estancada con los ojos doloridos de llorar, lamentándome no haber aprovechado más cada segundo a su lado, cada instante con ella... Parecía que nada podía acabar con la invencible mujer que parecía ser mi madre, pero su enfermedad la fue consumiendo poco a poco, sin que yo, pese a sus advertencias, quisiera darme cuenta.

Continué ojeando las estanterías, mi madre me había leído casi todos los libros, exceptuando los atlas y los libros de Historia. Me detuve en uno en concreto. Tiré de su lomo destapando una portada decorada con una enorme flor con grandes pétalos picudos y dorados. Esbocé una sonrisa, la primera en seis días. El libro era más grande y pesado de lo que recordaba. Tiré de él como pude, puesto que ni de puntillas alcanzaba a agarrarlo con fuerza. Cuando por fin logré despegarlo de la estantería, no pude soportar su peso con una sola mano y se calló al suelo, haciendo un ruido espantoso.

Mares de TintaWhere stories live. Discover now