Mar y ceniza

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Me encontraba en la más absoluta oscuridad, mecida por una mano invisible que movía todo a mi alrededor. Debía de estar soñando y el aire traía un olor salado y metálico, dos aromas que nunca antes había percibido pero que me hacían pensar en el mar y en la sangre.

Quería despertarme, pero las manos de Morfeo me retenían con fuerza en el mundo de los sueños.

—¿Irene?

Una voz femenina en la lejanía. ¿Anna? Mi dulce, dulce Anna. Pero no podía ser ella porque era una voz desconocida y melodiosa que no había oído antes. O quizá sí, pero no conseguía recordar dónde.

De nuevo un vaivén. Me sentía enferma y quería despertar de aquella pesadilla y volver a casa. Sin embargo, se me antojaba imposible. Me pesaban los ojos y las articulaciones como si llevara días dormida.

—Despierta, despierta...

Aquella voz que tiraba de mí hacia la realidad. Quería salir de ese sueño, pero la inconsciencia cubría los pequeños espacios lúcidos que quedaban en mi mente. Era un sueño pesado, pegajoso. Como la sangre. La sangre en la calle empedrada y la sangre de mis venas.

—Te estoy esperando. No quieres hacerme esperar, ¿verdad?

No quería, por supuesto que no. Aquella voz me atraía de una manera inexplicable y nadé a través de la oscuridad hasta encontrar la pequeña puerta a la vigilia. Me costó varios intentos abrirla, pero poco a poco conseguí despertar.

Me sorprendió descubrir que la habitación se movía, como en mis sueños, con un suave balanceo que trajo consigo otra oleada de náuseas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y mi piel quedó cubierta por un sudor frío, poniéndome la piel de gallina.

Frente a mí una mujer estaba sentada en el borde de la cama. ¿Era ella la dueña de la voz que me había guiado en sueños? Llevaba un hábito azul marino y supe que pertenecía a una orden de monjas que vivía en la abadía en el centro del pueblo. Un par de mechones dorados se escapaban de su cofia, dándole un aire algo desaliñado. Sus ojos estaban fijos en mí.

Eran de un verde profundo como jamás había visto. Nuestras miradas se encontraron por primera vez y algo desconocido, animal —y casi pasional— me recorrió las entrañas, incendiando todo a su paso.

—¡Qué alegría verla despierta! Lleva horas dormida, pensé que le había pasado algo. —su voz sonaba grave, como si llevara mucho tiempo sin hablar—. Gracias a Dios mis oraciones han sido escuchadas y se encuentra bien.

—Un barco —murmuré.

—Sí, y debe de ser grande. Llevamos horas sin parar de movernos. ¿Tiene alguna idea de por qué nos encontramos aquí?

Negué con la cabeza; si no lo sabía ella, ¿cómo iba a saberlo yo? Me encontraba sentada en un sillón de terciopelo azul y llevaba un vestido de color granate —casi tan oscuro como la sangre—, que no reconocí. Un rosario caía por mi escote. Adornando mi piel nívea. La joya terminaba con una cruz plateada que brillaba de una manera extraña sobre mi tez.

La monja se levantó y caminó por aquel reducido espacio. A pesar de su vestimenta sin forma y descolorida, podía intuir las curvas de sus caderas y sus pechos.

Me obligué a apartar la mirada, avergonzada de mis pensamientos, y me encogí en el sillón, esperando que no notara el rubor de mis mejillas. Una bocina lejana rompió el silencio. Miré de nuevo el vestido escarlata y el tacto del tul y la seda me produjo satisfacción. Me sentía importante en este escenario desconocido, como la protagonista de una de esas obras de teatro a las que jamás había asistido.

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