La morgue

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Despertó en la morgue, entre los cadáveres de dos soldados de unos cincuenta años ataviados como la guardia personal del marajá. Sus canas se empaparon de rojo a pesar de que las cubrieran con un yelmo de bronce. Las mazas de la vanguardia no dejaban heridos: cuando chocaban contra su enemigo, el golpe resultaba siempre mortal.

La habitación estaba oscura, en silencio salvo por los sonidos ahogados de la batalla en la lejanía. Lo habían llevado con los cuerpos de los defensores. ¿Por qué? No importaba: estaba dentro y eso significaba que el plan se desarrollaba según lo previsto. Entre las sombras que producía el baile de las velas encendidas parecían dibujarse los espectros de aquellos desdichados que, a diferencia de él, no volverían a levantarse. Sentía su mirada furiosa, cargada de envidia e ira, pues no solo regresaba a la vida, sino que lo hacía desde una posición que le permitiría sabotear la retaguardia. Los espíritus de los veteranos, tan indefensos e inútiles como sus propios cuerpos levantando una mano temblorosa para evitar el último golpe que recibirían jamás, deambulaban expectantes entre carne molida y huesos blanquecinos que rompían la piel como las montañas que emergen desde las profundidades del mar.

Echó un pie fuera de la camilla, después el otro; un mareo repentino lo azotó como una tormenta de verano, amenazando con volver a tumbarlo junto a los muertos. Se llevó una mano a la cabeza, entonces recordó la escena última de su vida pasada. El golpe en la testa solo consiguió aturdirlo; fue la estocada del pecho la que le otorgó un viaje de ida hasta la morada de quienes ya no respiran.

Pero volvía a respirar.

Se deshizo de las ropas pegajosas por la sangre todavía húmeda y se limpió la cara sirviéndose de una palangana cargada de agua rojiza, más limpia sin embargo que su propio rostro. Él no tenía canas, pero sí un iris verde tan revelador como el dibujo de su propio escudo. El mismo escudo que le entregó su padre y que ahora yacía entre los cuerpos de sus compatriotas que, como su triste compañía de la sala, tampoco se levantarían.

Necesitaba encontrar vestimentas que le ayudaran a pasar desapercibido, que lo disfrazaran del bando defensor, pero no las hallaría allí. Salió desnudo, chorreando por el agua que se llevó los rastros de su muerte, y se deslizó pegado a la pared como una lagartija. Sentía el frío de la argamasa en la yema de los dedos; sonrió lleno de orgullo pensando en los genes que le permitieron encontrarse allí. Nadie podía volver de la muerte salvo ellos, los del iris verde que escondía las llamas del infierno al que caían los semidioses: un lugar del que, a diferencia del reservado a los simples mortales, podía escaparse si se conocía el camino. 

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⏰ Last updated: Aug 17, 2023 ⏰

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Los renacidosWhere stories live. Discover now