La Mujer Indicada, Epílogo

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LA MUJER INDICADA. Epílogo. Por Helmut Melo-Quiroga. Hecha la Reserva de Todos los Derechos de Autor.

En el espacio, viajando entre cúmulos de polvo invisible e hilos de gas que se difunden hacia el infinito desde el mismo principio de los tiempos, la luz se comporta de una manera muy diferente a como lo hace allá, en la Tierra. No sé qué principios físicos hagan que esto suceda, pero si puedo ver la diferencia. Pensábamos, todos cuantos viajamos en esta nave, que se verían inmensas las estrellas fuera de nuestra atmósfera, que los ígneos resplandores de su infernal fusión interior nos llenarían de espanto, fervor, o al menos robarían nuestras mentes con su hechizo durante el tiempo que demoráramos en acostumbrarnos a ellas, y entonces, pasaríamos a ignorarlas efectivamente, nos olvidaríamos de ellas y nunca volveríamos nuestras miradas hacia las poderosas esferas creadoras y destructoras del tiempo.

No tuvimos esa oportunidad.

Ni siquiera los planetas de nuestro sistema son visibles. Solo hacia atrás, desde la dirección de la que huimos, se ve un punto infinitesimal, tan pequeño como si se tratara de un punto en una hoja de papel, hecho con el filo de una aguja. Prácticamente invisible. Ese punto blanco, del que para tener conciencia hay que hacer un enorme esfuerzo físico y de ánimo para verlo perdido entre el eterno negro mate universal, es nuestro Sol. Desde que huimos, no hemos vuelto a ver las constelaciones, ni el resplandor de la Vía Láctea. Ni el furioso blanco plata con el que Júpiter se dejaba ver en el cielo, como la más grande de las estrellas en nuestras noches terráqueas, se ve en esta sopa negra.

No hay sensación de profundidad.

El universo, el espacio y el tiempo, fuera de las cubiertas de la nave, no parecen para nada un lugar vacío. Es como si estuviéramos inmersos en una inmensa natilla negra. El espacio es casi espeso a la vista. Como una enorme gelatina al otro lado del cristal de la copa que sostenemos en las manos.

Mi mayor decepción, es no ver las estrellas. Mi llanto, haber perdido mi Luna.

Y las madres. Estamos rodeados de ellas. Peor que en el planeta, en las épocas en que se les tenía una especial predilección sobre otros seres, aquí son como niños pequeños, conscientes de su estado y posición, y su entera libertad para hacer de nosotros sus sirvientes por el tiempo que nos queda de vida, olvidándose completamente de por qué están aquí, de quienes las escogieron, de quienes las hicieron madres.

Muy pocas ya han dado a luz. Las demás, todas están preñadas. Llenas del futuro de la humanidad, condenadas a llevarlo en esta nave durante el resto de sus vidas, se pavonean aún más de cómo, en el pasado, sus propias madres lo hicieron en la Tierra. Yo estoy en mi tiempo de descanso, pero es como si fuera intangible para ellas. Ni siquiera me determinan.

Bueno, ¿Qué podemos hacer?

Después de la rogativa que recibimos para decidirnos por alguna de ellas, ahora solo somos los hombres. Lo de salvadores y héroes ha quedado en el pasado. Cada uno de sus vientres llenos de nuevos humanos, les dice que ya pueden prescindir de nosotros. Que su sacrificio, pues para la gran mayoría de ellas así lo fue, ya ha sido pagado. Ellas, entronadas en la materna santidad de su estado pueden desecharnos sin miedo si en un momento determinado, aunque muy en el futuro, llegamos a padecer por escasez de recursos en el minúsculo planeta de titanio, aluminio, grafeno y kevlar en el que navegamos, inmersos en el lleno y espeso vacío espacial.

A pesar de que ya no lo vemos casi, nuestro viejo Sol aún alumbra las grandes salas y plazas al interior de nuestra nave, tanto que cada doce horas las cortinas de las inmensas ventanas empiezan a cerrarse, para darnos la impresión de que aún amanece y anochece. Pero a esta distancia, ya no se siente su tibieza. El interior de la nave, durante el día, se mantiene a veintitrés grados centígrados con atmósfera móvil, merced a los mecanos de supervivencia que llevamos a bordo. Entonces, todos podemos desempeñarnos en nuestras labores en un óptimo nivel. Durante la noche artificial, usamos un alumbrado que se va haciendo tenue, hasta desaparecer totalmente entre las veintidós y las cuatro. También la circulación del aire se reduce.

LA MUJER INDICADA, EpílogoWhere stories live. Discover now