Ojos Verdes

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En una región ignota y enigmática se erige una cabaña de madera entre las sombras del bosque. Allí moran dos hermanos, Samanta y Felíx. Samanta es una joven rebosante de vigor y fantasía, que anhela recorrer el mundo y desentrañar sus maravillas. Felíx, por el contrario, es un muchacho reservado y pensativo, que prefiere escuchar con gran atención las (a su juicio) "grandificantes" narraciones que Samanta le relata sobre sus peripecias e intrigas.

La madre de estos hermanos es una mujer sencilla y laboriosa, que vive en la casa que heredó de su padre, quien la construyó junto a su abuelo. La casa tiene una sola estancia con dos lechos, donde reposan Samanta y su madre junto a Felíx, respectivamente. La estancia tiene una ventana que mira al río y un techo con vigas al descubierto. Al salir de la habitación se encuentra la "gran sala", donde se unen el salón y la cocina, junto a un baño diminuto.

Samanta siempre había soñado con tener su propio aposento, un lugar donde pudiera leer, dibujar y dejar volar su imaginación. Su familia no tenía muchos recursos, pero su madre hizo un gran esfuerzo para acondicionar una antigua bodega como un dormitorio para su hija. La habitación era pequeña, pero acogedora, y tenía una ventana que daba al bosque. Desde allí, Samanta podía ver el sol naciente cada mañana, que iluminaba su rostro con un cálido resplandor. También podía admirar la belleza de la naturaleza, los árboles frondosos, el pasto verde y las flores y hongos de colores. La joven se imaginaba que en ese bosque había seres fantásticos, como hadas, duendes y animales mágicos, que le musitaban historias y le invitaban a conocer sus secretos.

La noche antes de su cumpleaños número doce, Samanta se despertó sobresaltada por un aullido que venía del bosque. Se asomó por la ventana y vio unos ojos verdes como esmeraldas que la miraban fijamente desde la oscuridad. Sintió un escalofrío y corrió a buscar a su madre, quien la abrazó con calidez y la acompañó a su habitación. Su madre le dijo que no se preocupara, que solo era un animal salvaje y que no le haría daño, que ellos están en este mundo tanto como nosotros y le debemos el mismo respeto. La hija trató de calmarse en vano, puesto no pudo dormir en toda la noche pensando en esos ojos acechantes.

Desde entonces y cada noche de luna nueva, Samanta sentía que esos ojos verdes la observaban desde el bosque. A veces escuchaba también el aullido, que le ponía los pelos de punta. Samanta empezó a tener miedo de su habitación y de su ventana. No quería saber qué había detrás de esos enigmáticos ojos brillantes.

Ya había transcurrido un año y amaneció el día en que Samanta cumplía trece. Su hermano se abalanzó sobre ella en su lecho para felicitarla y su madre le anunció que le hornearía un pastel de moras, por lo que debía ir a recolectar algunas. Así fue como la muchacha se embarcó en esta misión y se dirigió al río cercano, pues al otro lado de este se hallaban las moras más dulces que jamás había degustado.

Mientras Samanta caminaba por la ribera del río, saltando de piedra en piedra, de paso en paso, vio al otro lado del bosque un joven lobo que bebía agua plácidamente. Era de color gris, con una mancha blanca en el pecho y esos ojos verdes ¡como esmeraldas! Eran esos mismos ojos que la acechaban por las noches. La joven quedó inmóvil, mirando al lobo con una mezcla de temor y fascinación. El animal parecía tan joven e inocente como ella, pero también tenía algo salvaje e impredecible. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué la seguía cada noche de luna nueva? ¿Qué pasaría si se acercaba más? El corazón le latía con fuerza en el pecho, pero no podía apartar la vista de esos ojos verdes que la hipnotizaban.

Fue entonces que el enigmático lobo levantó la cabeza y la observó con cierta sorpresa y curiosidad. No tenía un aspecto agresivo ni peligroso, más bien su primera reacción al ver a la misteriosa niña fue ¿de terror?. A pesar de esto, continuó quieto, curioso por su presencia. El lobo también estaba intrigado por aquella chica que lo observaba desde el otro lado del río. Era la misma sombra que lo acechaba cada noche de luna nueva desde un refugio a través de un cristal. Era la misma niña que tenía el aspecto de aquella tribu que se llevó a gran parte de su familia. Era la misma niña que, al igual que ellos, se escabullía por la oscuridad, amenazando con su presencia. Pero ahora estaba ahí: "de paso en paso, de piedra en piedra". Realmente no era tan amenazante.

Durante unos instantes, sus miradas se cruzaron y se sintieron igual de intrigados el uno por el otro. La niña, con una gracia etérea, extendió su mano hacia la frente del ser y lo rozó con ternura mientras él cerraba sus ojos y se dejaba mecer por la sensación. Un halo de misterio envolvía el encuentro, como si ambos supieran que compartían un secreto que nadie más podía entender.

La pequeña criatura pensó entonces: "Las pesadillas no dan tanto miedo sin el abrigo de la noche". Y comprendió que el monstruo no era más que un reflejo de sus propios miedos, de sus propias dudas, de sus propias sombras. Y sintió una extraña conexión con su antiguo acechador, una conexión que trascendía el tiempo y el espacio, y que lo unía a él y a todos los seres que alguna vez habían soñado.

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⏰ Last updated: Sep 22, 2023 ⏰

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