Capitulo Único: Promesas de la cripta.

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Promesas de la cripta.

Lo conocí en un revés del destino; como hombre de ciencia, que soy, quizás hablar del destino sea algo supersticioso, pero; para no entrar en un debate filosófico; digamos que el destino se encargó un poco de que él y yo nos conociéramos. Destino, la buena ventura, la suerte, Dios, ¿Quién puede asegurar que no estamos fijados a conocer a los seres que toquen a nuestra vida para llenarla de experiencias? Más allá  si son agradables o nefastas estas relaciones, el hecho irrefutable, es que existen en nosotros.

Los nexos, esos lazos que nos marcan, los surcos que dejan en nuestros corazones, metafóricamente hablando, no pueden ser cosa del azar. Incluso yo, un agnóstico empedernido, un hombre dedicado a resolver las incógnitas con respuestas que sólo la ciencia provee como ciertas; incluso yo creo que lo conocí porque así estaba escrito.

Quizás él fue, desde el inicio, quién marcaría el ritmo de toda la serie de sucesos que estoy dispuesto a poner en papel. Los especialistas me han obsequiado amablemente una maquina antigua de escribir. Nada electrónico; fuera del instrumental estrictamente controlado; puede haber en este hospital, debido a los aparados electromagnéticos que se usan y al ambiente experimental del mismo. De tales proporciones es la investigación de la que yo formo parte.

Con ayuda de la maquina antigua de escribir; cuyo sonido de cada tecla me hace sentir más humano y menos artificio de la modernidad; pretendo dejar un precedente histórico de cómo la ciencia médica ha llegado a acariciar lo impensable para el hombre común. Trataré de explicar cómo mis descubrimientos han logrado trasgredir la línea entre la vida y la muerte, dejaré mi testimonio al juicio de cada lector de estás hojas amarillentas y de esta tinta que, a fuerza de cada golpe metálico, materializa mis palabras.

Estas líneas, este relato es mi legado, pero también lleva de mí, mis más profundos afectos y emociones. Suplico entonces a los lectores futuros que tengan piedad del corazón de este hombre, y de ser posible, muestren compasión al amor que él y yo compartimos. Aparten; siempre que en sus cuerpos carnales viva un alma sensible; sus dedos índices señalándonos como culpables del acto terrible de enamorarnos, y recen; sí, el ateo pide una oración, por nuestras almas.

Empezaré por lo básico, tenía veintisiete años en aquella época, a pesar de mi juventud, siempre fui un hombre de rutinas estrictas y convencionalismos marcados por mis propios intereses. No podría llamarme conservador, ni mucho menos un mediocre hombre  cuyo único aliciente en la vida fuera el cheque que cobra cada quince días. Nada más alejado de la realidad.

En mi campo de estudio me llamaban un visionario, un creativo en la medicina forense. Un creativo ¿Pueden imaginarlo? Es curioso pensar en el pasado, dadas mis circunstancias presentes. Como fuera que fuese, yo era el hombre más joven en alcanzar un doctorado en mi rama de estudio. Trabajaba para el instituto forense del hospital más grande de Tokio. Tenía, además, varias propuestas interesantes para trabajar en el extranjero, y mis investigaciones eran publicadas en toda revista médica de prestigio.

Entonces, ¿qué hacía un doctor especialista en medicina forense en aquel bar de poca monta? Siempre me lo preguntaré, no hay una respuesta única, aunque decididamente la he buscado en mis recuerdos, no la hay. Casualidad, un destino, no lo sé. Pero ahí estaba, ahí lo conocí.

Había sido arrastrado a ese lugar por uno de mis colegas, un amigo, si así quiere llamársele. El doctor Naraku es tres años mayor que un servidor, y encarnaba en su persona todo prejuicio sobre los médicos forenses. Era pálido, como si la luz del sol jamás tocara su piel, casi transparente, con ojeras en vez de párpados. Cabellera oscura como la noche lúgubre,  sin estrellas ni luna, larga, espesa y ondeante. Delgado y de labios fríos, finos y de sonrisa sarcástica. Su humor era, no menos negro y retorcido que el de la mayoría de los que día a día charlamos con los cadáveres que terminan en nuestras planchas de quirófano. Era pues un desenterrador de difuntos típico, críptico e incomprendido.

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