Almas atrapadas en la roca

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Me arrastro y salgo de la cueva. No recuerdo dónde me encuentro ni por qué estoy aquí. Solo sé que vine por algún motivo, y que vine con alguien. Aunque ahora estoy solo.

¿Por qué? ¿Y cómo es que no puedo recordar quién estaba conmigo?

Siento un aguijonazo en la pierna derecha y me sobresalto al ver una línea blanca que la cruza de arriba abajo. Parece una herida cerrada, pero duele como si fuera reciente.

Me arrastro un poco más hasta que tropiezo con unas botas grandes de piel. Levanto la vista: es un hombre joven y alto, grande y fuerte. Tiene el pelo negro y rizado, parecido al mío. Me mira con una expresión extraña en la cara.

-¿Qué haces tú aquí? -me pregunta. Estoy confuso. Es la primera vez que lo veo-. ¿Dónde está la niña?

-¿Qué niña?

El hombre se agacha y me acerca su manaza derecha. Aunque todas las manos de los adultos me resultan iguales, la suya es distinta: tiene una mancha oscura en el dorso que parece una hoja. Cuando me doy cuenta ha cogido algo que cuelga de mi cuello. Con un gesto brusco, lo arranca y se lo guarda antes de que pueda ver qué es.

-Eso es mío -me atrevo a protestar.

-Ya no. Y créeme, es mejor para ti. ¿Te acuerdas de tu nombre?

Hago memoria. ¿Mi nombre? Yo tenía uno, claro. ¿Cuál? No estoy seguro, pero hay una palabra que no deja de rondarme la cabeza.

-Mirlo.

-¿Así te llamas?

Me encojo de hombros. Supongo que sí, aunque tengo otro nombre en la punta de la lengua que no consigo recordar.

-Tiene sentido -prosigue él -. Eres pequeño y tienes el pelo y los ojos tan negros como un mirlo. Yo soy Laurel. Me llamo así por la mancha de mi mano. Vamos, ven conmigo. A partir de ahora formas parte del clan de la Cierva Lampiña.

Me coge en brazos y me levanta del suelo. Hay calidez en su abrazo y, aun así, algo está terriblemente mal en todo esto.

***

BRISA

Me despierto con las primeras luces de la diosa de fuego. Sus llamas iluminan los pinos que envuelven la covacha donde nos hemos ocultado para pasar la noche. En cuanto abro los ojos, mi primer pensamiento es para Mirlo. Me giro, ansiosa, y veo cómo su pecho se hincha y se deshincha debajo de su abrigo de piel de zorro. Me acerco a él de rodillas y retiro con cuidado las tiras de cuero y la corteza de sauce de su pierna derecha: la carne está todavía abierta y el surco sanguinolento deja ver el hueso. La vuelvo a tapar con cuidado y él gruñe de dolor.

Mi estómago ruge, así que recojo mi lanza y salgo en busca del desayuno. La diosa de fuego me recibe con su calor casi inapreciable en esta época del año. La nieve de la noche anterior ha empezado a deshacerse, así que no tardo en encontrar un pequeño cúmulo de agua donde puedo lavarme la cara. Mientras lo hago, un conejo se acerca dando saltos entre las raíces de los pinos, tal vez buscando algún fruto seco que llevarse a la boca.

Aferro con fuerza la lanza con la mano derecha y me acerco en silencio al animal. Mis botas dejan surcos en la nieve recién derretida. Cuando estoy a pocos metros, elevo el arma despacio por encima de la cabeza. Estoy a punto de soltarla cuando el conejo levanta la testa y arruga la cara. Husmea el aire. Creo que me ha visto, pero no; busca en otra dirección.

«Hay algo más aquí -comprendo-. O alguien».

El animal sigue oteando el paisaje hasta que, sin previo aviso, flexiona las patas traseras y de un salto desaparece entre los pinos. A mis oídos llegan ruidos de pasos y voces, y maldigo.

Almas atrapadas en la rocaWhere stories live. Discover now