Una niña sin raíces

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Ella nació en Paraguay, un país que amaba con todo su corazón. Le gustaba cantar y bailar, jugar en la escuela y estudiar. Era feliz con su madre y su padre, que la querían mucho.

Pero un día, todo cambió. Su madre se fue a Argentina, dejándola con su padre. Le dijo que volvería pronto, que la llevaría con ella, que la amaba. Pero no fue así.

Su padre no podía cuidarla bien. Estaba triste y enojado, y no le prestaba mucha atención. Ella se sentía sola y abandonada. No sabía nada de su madre, ni siquiera una carta o una llamada. Se preguntaba si su madre la había olvidado, si ya no la quería.

Pero ella no se rindió. Siguió cantando y bailando, jugando y estudiando. Se esforzó mucho por ser una buena hija, una buena alumna, una buena amiga. Esperaba que su madre se sintiera orgullosa de ella, que algún día volviera por ella.

Y un día, volvió. Después de un año, su madre apareció en su casa, con una maleta y una sonrisa. Le dijo que la llevaba a Argentina, que allí tendrían una vida mejor, que la amaba. Ella no lo podía creer. Estaba feliz y emocionada. Se despidió de su padre, de sus amigos, de su país. Se fue con su madre, confiando en ella.

Pero Argentina no era lo que esperaba. Era un país diferente, con gente diferente, con costumbres diferentes. No entendía el idioma, no conocía a nadie, no se sentía cómoda. Su madre trabajaba todo el día, y la dejaba sola en una casa pequeña y sucia. No le prestaba mucha atención, no le mostraba mucho cariño, no le daba mucha seguridad.

Y en la escuela, era peor. Los niños se burlaban de ella por ser de otro país, por hablar distinto, por vestir distinto. Le decían cosas feas, le hacían bromas pesadas, le pegaban y le robaban. Ella no tenía amigos, solo enemigos. No tenía apoyo, solo rechazo. No tenía alegría, solo tristeza.

Ella extrañaba a Paraguay, a su padre, a sus amigos, a su escuela. Quería volver, quería escapar, quería llorar. Pero no podía. Su madre no la dejaba. Le decía que tenía que aguantar, que tenía que adaptarse, que tenía que ser fuerte. Que era por su bien, que era por su futuro, que era por su amor.

Pero ella no lo sentía así. Sentía que su madre la había engañado, que la había traicionado, que la había abandonado. Sentía que no tenía raíces, que no tenía hogar, que no tenía identidad. Sentía que no tenía nada.

Así pasaron dos años, dos años de sufrimiento y soledad. Hasta que un día, su madre le dijo que se iban de nuevo. Que se volvían a Paraguay, que allí estarían mejor, que la amaba. Ella no lo podía creer. Estaba confundida y asustada. No sabía qué pensar, qué sentir, qué hacer.

Se fue con su madre, sin despedirse de nadie, sin llevarse nada. Se fue de Argentina, sin pena ni gloria, sin dejar huella ni recuerdo. Se fue con su madre, sin confiar en ella, sin quererla, sin amarla.

Y volvió a Paraguay, pero no era el mismo. Era un país diferente, con gente diferente, con costumbres diferentes. No recordaba el idioma, no reconocía a nadie, no se sentía cómoda. Su padre no estaba, se había ido a otro lugar, no sabía dónde. No tenía amigos, solo extraños. No tenía apoyo, solo indiferencia. No tenía alegría, solo nostalgia.

Ella extrañaba a Argentina, a su escuela, a su casa. Quería volver, quería escapar, quería llorar. Pero no podía. Su madre no la dejaba. Le decía que tenía que aguantar, que tenía que adaptarse, que tenía que ser fuerte. Que era por su bien, que era por su futuro, que era por su amor.

Pero ella no lo sentía así. Sentía que su madre la había engañado, que la había traicionado, que la había abandonado. Sentía que no tenía raíces, que no tenía hogar, que no tenía identidad. Sentía que no tenía nada.

Así pasó otro año, otro año de sufrimiento y soledad. Hasta que un día, su madre le dijo que se iban de nuevo. Que se volvían a Argentina, que allí estarían mejor, que la amaba. Ella no lo podía creer. Estaba cansada y resignada. No sabía qué pensar, qué sentir, qué hacer.

Se fue con su madre, sin despedirse de nadie, sin llevarse nada. Se fue de Paraguay, sin pena ni gloria, sin dejar huella ni recuerdo. Se fue con su madre, sin confiar en ella, sin quererla, sin amarla.

Y volvió a Argentina, pero no era el mismo. Era un país diferente, con gente diferente, con costumbres diferentes. No entendía el idioma, no conocía a nadie, no se sentía cómoda. Su madre trabajaba todo el día, y la dejaba sola en una casa pequeña y sucia. No le prestaba mucha atención, no le mostraba mucho cariño, no le daba mucha seguridad.

Y en la escuela, era peor. Los niños se burlaban de ella por ser de otro país, por hablar distinto, por vestir distinto. Le decían cosas feas, le hacían bromas pesadas, le pegaban y le robaban. Ella no tenía amigos, solo enemigos. No tenía apoyo, solo rechazo. No tenía alegría, solo tristeza.

Ella extrañaba a Paraguay, a su padre, a sus amigos, a su escuela. Quería volver, quería escapar, quería llorar. Pero no podía. Su madre no la dejaba. Le decía que tenía que aguantar, que tenía que adaptarse, que tenía que ser fuerte. Que era por su bien, que era por su futuro, que era por su amor.

Pero ella no lo sentía así. Sentía que su madre la había engañado, que la había traicionado, que la había abandonado. Sentía que no tenía raíces, que no tenía hogar, que no tenía identidad. Sentía que no tenía nada.

Así pasó el resto de su infancia, una infancia sin raíces, sin hogar, sin identidad. Una infancia sin nada.

Fin.

Una niña sin raícesWhere stories live. Discover now