El beso de la bestia

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Dieciocho años, Nueva York y trabajo como modelo. ¡Charity era tan feliz! No había desfile que se le resistiera, ni firma que no quisiera vestirla. ¿Portadas? Las había llenado todas, porque Charity, además de tener un físico de infarto y una personalidad arrolladora, gozaba del apoyo de su adinerada familia.

—Charity, ¡corre a retocarte!

—Rápido, ¡treinta segundos y sube a pasarela!

Su madre, una rica banquera, había depositado esperanzas en sus tres hijas, pero solo la pequeña Charity había heredado su deseo de éxito. Así que, cuando la joven era contratada por alguna de las marcas o fotógrafos que se la disputaban, allí se desplazaban juntas y pasaban el día criticando todo lo que veían a su alrededor. ¡Pura diversión con sabor a piña colada!

Con veintidós años, el ocio nocturno la engatusó, y Charity dejó de ver entretenido viajar con su madre, a la que no tardó en cambiar por un novio artista. Luego vinieron un actor, un bombero y un surfista. Este último pareció ser el definitivo y, tras un tiempo de relación, se prometieron. Desgraciadamente, el enlace no llegó a celebrarse, pues un acontecimiento frenó bruscamente la vida de la modelo: Charity encontró su primera cana. Este hecho, sumado a que las negativas en los castings se le acumulaban, agrió tanto su carácter que decidió posponer la boda de forma indefinida.

La mala racha continuó por unos meses, pero Charity estaba decidida a no caer todavía. Gastó mucho dinero en tratamientos de nulo rigor científico, se hizo mechas, flirteó con el botox, los liftings... ¡Hasta se levantó las cejas estilo foxy eyes!

¿El resultado? En su cabeza ya no había una cana. ¡Tenía tres más!

Charity empezó a deslizarse por el túnel de la depresión. Dejó de pintarse, de salir y de postear, lo cual hizo que muchos de sus seguidores la dejaran de seguir en redes. Y, como perdía seguidores, nada la motivaba a pintarse, salir y postear. Un círculo vicioso que continuó durante varias semanas; tiempo que, en un negocio como el de la moda, supone toda una vida.

Debido a su comportamiento, la siguiente llamada que Charity recibió fue la de su representante: prescindía de sus servicios. ¿Qué podía hacer? Charity no estaba acostumbrada a gestionar su propio tiempo, y la ansiedad que le provocaba ver su agenda vacía le hizo combinar ciertas pastillas con el alcohol. Copas... chupitos... El teléfono acompañaba sus borracheras en silencio, pues, lo más triste de esta etapa, fue que nadie le ofreció una mano amiga. Ni siquiera su madre, la cual se avergonzaba del estado en el que se hallaba su hija.

En cuanto al surfista con el que se había prometido, su paciencia no tardó en agotarse, ya que Charity pagaba sus problemas con él. Decepcionado y sin ganas de alargar esa relación tóxica, cambió a soltero el estado civil de sus redes y dejó a Charity sola en su piso del Soho neoyorquino. Ya sin nadie que la pudiera contener, Charity dobló sus dosis de pastillas. Pasaba los días obnubilada, confundiendo realidad y ficción, hasta que, una mañana de agosto, las luces del alba encontraron a la joven desfilando por el borde de su azotea.

Para ir tan colocada, la joven tenía un gran sentido del equilibrio. Incluso, se la veía tranquila; transmitiendo una extraña indiferencia a cada paso que daba por la fina línea de ladrillos. Su pelo de azabache ondeaba sucio como una vieja bandera, y parecía no sentir vértigo. Ni siquiera, cuando dirigió la vista hacia la calzada y vio que, a ciento diez metros bajo sus pies, los coches cruzaban a toda velocidad.

Un paso más. Y otro. Charity llegó al extremo opuesto de la azotea y se detuvo. Esperó a que las nubes taparan el sol, y se hizo una selfi. Luego, la revisó minuciosamente, ampliando varias zonas de su rostro. El mentón, los pómulos, la frente... Todo lucía como antaño, y sonrió: su carrera aún no dependía de los filtros del Photoshop. Guardó el teléfono y entrelazó los dedos en señal de oración.

Cuento: El beso de la bestiaWhere stories live. Discover now