La sirenita.

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Su cuarto siempre estaba desordenado. Amontonaba platos y vasos porque siempre traía unos nuevos y olvidaba devolver a la cocina los otros, y algo así sucedía con sus penas. Se quedaba estancada en su pasado, acumulando heridas que no se ven, y otras tantas que sí.

Su cama siempre estaba deshecha, pues no veía la necesidad de arreglar lo que tendría que estropear más tarde. Y eso mismo pensaba de su corazón, cansada de repararlo para que vuelvan a destrozarlo una, y otra, y otra vez.

Tenía libros aglomerados en su mesita de noche, que iba sacando de su estantería. A falta de uno se leía hasta tres a la vez, tratando desesperadamente de perderse entre páginas diferentes, huyendo de la realidad que tanto le oprimía el pecho. No se había leído ni la mitad de los libros que tenía y aún así siempre traía libros nuevos, como quien intenta llenar los huecos vacíos del alma.

En los cajones podías encontrar hasta cuatro paquetes de pañuelos, porque siempre le hacían falta de madrugada, cuando no encontraba consuelo alguno en la oscuridad de la noche. Y es que ya lo dijo una vez alguien; no necesitas agua para sentir como si te ahogaras.

Su papelera siempre estaba al borde del colapso. Como su vida.

Y en los muebles, escritos con tinta, podías leer las frases más tristes y bonitas de canciones, películas y libros. Pero si reconocías su verdad en aquellos textos llegabas a ansiar poder acompañarla en su desconsuelo, siendo consciente de que lo único que le quedaba era bailar al ritmo de su tristeza, en un mundo en el que para ella la música había dejado de sonar, gritando en el completo silencio.

Sin embargo, fuera de su habitación todo era diferente. Había que hacer de tripas corazón, como decía Julio Cortázar; ablandar el ladrillo y abrirse paso en la masa pegajosa que se proclamaba mundo. Y así iba por las calles, con los pulmones oxidados, los ojos hinchados y el alma un poco rota, llevando la vida a cuestas mientras el mundo le pesaba en los hombro.

No obstante, cualquiera hubiese jurado que era una chica perfectamente normal, a pesar del crudo color violáceo de sus ojeras, fruto de un sin fin de noches en vela, de su estridente risa que suena a fractura, y de tener la misma mirada que tienen los que lloran a escondidas y a gritos.

Hay una cita que dice «he estado tanto tiempo tan triste/que ahora la felicidad me parece una taza de café ardiendo/y no voy a saber llevarlo hasta cualquier mesa/sin arrojarla/y quemarme las manos», y eso era lo que más le aterraba. Había épocas en las que parecía que todo marchaba bien. A veces duraba días, y otras incluso duraba meses. Pero esa sensación de vacío insaciable siempre regresaba. Era entonces cuando se preguntaba si iba a ser feliz algún día, o si como dice aquella cita, es que no sabía ser feliz, y tal vez no iba a saber cómo serlo nunca. Tal vez había olvidado cómo serlo, o tal vez nunca había sabido cómo. Algunas personas nacen con un exceso de melancolía en la sangre, con la capacidad de convertir todo en un problema, querer morir a cada tramo de escalera.

Suelen decir que manos frías, corazón caliente, mas no había manera de comparar su gélido interior con sus frías manos. A menudo decía que el vacío era más frío que el invierno, y que por eso tenía hielo en los pulmones y le dolía hasta el aliento. Desde luego no era una chica diez. Era encanto convertido en invierno.

Pero vivía intensamente. Vivía tanto como podía. A veces, se arriesgaba e iba en busca de una sobredosis de adrenalina para demostrarse que no estaba muerta. Y otras, lo único que necesitaba era calma después de haber sido tormenta, apaciguando los demonios en su cabeza desde la superficie del agua en la bañera, o entre las olas del inmenso océano.

El agua la tranquilizaba. Pensaba que en otra vida debió de ser sirena, y de no haber sido así le gustaría serlo en alguna de sus vidas venideras. Se imaginaba en las profundidades del océano; nadando contracorriente, cabalgando las olas, buceando hasta los confines de la tierra, descubriendo todo aquello que los humanos desconocen. Se imaginaba flotando por las noches en compañía de la luna llena —para su vacío—, cantando a dúo alguna vieja canción.

Pero era una chica melancólica, de esas personas que nacen con exceso de melancolía en la sangre, y ya decía Victor Hugo que la melancolía es la felicidad de estar triste. Tal vez por ello no sabía cómo ser feliz, porque su felicidad yacía en su tristeza. Tal vez por ello si en alguna de sus vidas venideras fuese sirena tampoco sería feliz. Tal vez ella sería como la sirenita que se enamoró del marinero tras salvarle la vida después de haber caído al agua. Daría su cola a cambio de unas piernas, y su voz a cambio de ir a tierra firme en su búsqueda, para descubrir que está comprometido con otra. Moriría después arrojándose al mar de donde vino, para convertirse en espuma y burbujas, y volverse una con el agua que tanto amaba. 

La sirenitaWhere stories live. Discover now