I

37 11 64
                                    

Una luz se encendió en la casi total oscuridad de la habitación. La llama de la pequeña vela iluminaba lo justo como para ver el redondeado soporte de cobre sobre el que se erguía, y, claro, una limitada superficie de la madera que conformaba la mesa del escritorio.

Eran tiempos antiguos. Esa clase de tiempos en los que una señorita no podía salir sin ser acompañada por un varón en su carruaje, y tampoco podía aspirar a entrar en el mundo de los hombres, ese mundo pintado de tonos fríos y belicosos. Todo lo que una damisela respetable y noble como ella podía hacer, era ser bonita y aprender todo lo relacionado con el arte y la cultura de sus tierras y los territorios allegados.

Algunas mujeres de su época detestaban ser tratadas como tontas y simples caras bonitas, aunque igualmente no levantaban mucho la voz, por temor a la exclusión social o a que les retiraran todos esos privilegios con los que vivían. Sin embargo, la pequeña niña de trece años y medio que se escabullía por las habitaciones polvorientas y olvidadas de su palacio, no compartía esa opinión en lo absoluto. Le gustaban los regalos, las fiestas y los vestidos bonitos, pero sobre todo le gustaba que la gente la subestimara, puesto que así podía pasar desapercibida.

Al principio, se trataba de una simple travesura: Adalyn había estado observando que había zonas de su hogar que acumulaban más polvo que otras y que, pese a todo, el servicio de limpieza nunca pasaba por aquellos lugares. Se llegó a imaginar que se trataba de algún lugar prohibido, porque, ¿qué otra cosa podía ser?

Ella jamás había oído hablar a su familia de la zona norte del castillo, pero sí que había visto a su hermano mayor ser reprendido cada vez que era encontrado fisgoneando por sus alrededores. Entonces, un buen día, aprovechando que su padre había emprendido un viaje de negocios y que su madre había organizado una fiesta del té con otras señoras de su edad, decidió ir a investigar aquella misteriosa y abandonada región.

Pasó por la sala donde el maestro de su hermano le impartía clases, comprobando de paso que este se encontraba ahí. Ambos, tan inmensamente enfrascados en las lecciones, fueron incapaces de ver la pequeña cabecita de la niña asomando por el marco de la puerta.

Todo estaba saliendo excelentemente. Incluso las sirvientas estaban tan ocupadas con los asuntos de su madre que no tenían la capacidad física suficiente como para prestarle atención a la jovencita.

Adalyn contaba con la dicha de ser una chica lista y precavida: como no sabía si habría luz o ventanas en el lugar que iba a investigar, llevó consigo un portavelas, con su vela y su fósforo, y por supuesto, un pequeño conejito de peluche con el que se sentía protegida siempre que lo abrazaba.

Subió la escalera central y corrió atravesando el pasillo, cuyo elegante diseño se desdibujaba a medida que se iba adentrando en la fría penumbra. Sentía la adrenalina correr por sus venas. Ella era una niña buena y casi nunca contradecía la voluntad de sus padres, pero también era muy curiosa. Simplemente se veía incapaz de dejar de preguntarse qué secretos guardaban esas habitaciones. Pensaba en ellas como salas mágicas llenas de artefactos antiguos, joyas encantadas, libros de magia, seres fantásticos y parlanchines, de quienes podría aprender todo lo que quisiera acerca de ese nuevo mundo que se le abría ante sus ojos.

Giró el pomo de la primera puerta que encontró, asomándose antes de entrar. Procuró que esta no hiciera mucho ruido al abrirse, pues sabía que las puertas que no eran revisadas en mucho tiempo, emitían un fuerte chirrido cada vez que se abrían o se cerraban. Y eso podía echar por tierra todo el plan.

Por suerte, la puerta se deslizó silenciosamente, dejando al descubierto una amplia sala con un gran piano de cola al fondo, sobre una tarima. Adalyn tuvo que entrecerrar los ojos por todo el polvo en suspensión que había en la habitación.

Los Asuntos Secretos de AdalynDonde viven las historias. Descúbrelo ahora