🦞 Capítulo 6.

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Bajo los rayos del sol, que brillaba resplandeciente e inclemente, provocando que la temperatura alcanzara los treinta y ocho grados centígrados, caminaba la pareja, a la orilla de la interminable autopista, cuyo auto, había sido hurtado media hora antes junto a todas sus pertenencias y abandonados a su suerte, sin ningún tipo de remordimiento.

Angélique, con el corazón latiéndole a mil por hora, disimuladamente, le había susurrado a Sam, cuyo rostro se había tornado pálido, que arrancase el auto, sin importar que se llevasen a uno de los sujetos por delante. Él lo pensó. Sin embargo, aquella idea fue declinada, cuando el hombre y la mujer que corrían apresuradamente en su dirección, los alcanzaron, portando un arma de fuego en sus manos; el hombre se dirigió, directamente, hacia la ventana de Sam y la mujer hizo lo mismo hacia la ventana de Angélique. En medio de gritos intimidantes y con sus dedos índices amenazando con oprimir el gatillo, aquellos personajes antisociales los obligaron a bajar del auto.

Angélique había tardado en aplacar sus nervios alrededor de quince minutos, después de que observara a la mujer ocupar su lugar en el auto, a uno de los hombres ocupar el de Sam, poner en marcha el vehículo y perderse al final de la autopista; el tercero los siguió en una motocicleta.

Los brazos de Sam cubrieron protectoramente el cuerpo de la mujer, quien descansaba el rostro en su pecho. Entre los sentimientos de Angélique no había espacio más que para los nervios, ocasionados por el drama vivenciado, y los pensamientos de todo lo que había perdido con la camioneta —más que las cosas materiales, le preocupaban los documentos laborales— le nublaban la mente.

Sam la separó delicadamente. Sus ojos, que mostraban una mezcla de preocupación y afecto, se posaron en ella. Agasajó su cabello y se atrevió a acercar los labios hasta su frente mojada, debido al sudor. Cuando se apartó, abrió la boca preguntándole como se encontraba. Aquello le hizo recordar a la mujer que su situación actual tenía un culpable. Dado que tendría que compartir con él, más tiempo del que anhelaba en ese instante y buscar, juntos, la manera de salir de todo ese embrollo, Angélique se limitó a voltear exageradamente los ojos, lo fulminó con la mirada, tomó distancia de manera brusca y, sin decir nada, se puso en marcha, en dirección a donde se suponía quedaba su destino final.

El temor había abandonado el cuerpo de Angélique, que no pudo guardarse sus pensamientos mucho tiempo más. Con la voz displicente, ruda y levemente agitada, Angélique inició lo que Sam consideró su castigo.

Entre rezongos y lamentaciones, pasaron alrededor de quince minutos, en los que la mujer, aún podía sentir el pulso arrebatado por debajo de su piel, atribuido, ahora, a la hazaña que estaba llevando a cabo, transitando sobre sus acostumbrados tacones, por la orilla de aquella autopista.

La pareja podía sentir el fogaje que se desprendía desde la superficie asfaltada.

La brisa, había decidido, al parecer, tomarse el día de descanso, pues la poca que los ventilaba, llegaba cansina, como si estuviera agotada después de batallar tanto la noche anterior.

El cielo, por otra parte, estaba completamente despejado. No se vislumbraba ni una sola nube, con la que tuvieran la esperanza de descansar, por lo menos por un par de minutos, de aquella despiadada estrella luminosa hincada en el centro del firmamento.

El paisaje, en general, carecía de vida en aquella zona. La hierba seca se apreciaba a un costado del camino por el que avanzaban, al igual que la espesa maleza. Los árboles brillaban por su ausencia, aunque habían encontrado uno que otro tronco, delgado y alto, carente de ramas en las que pudieran resguardarse.

—¡Agh! —gimoteó el hombre, en un intento de apaciguar los quejidos que no cesaban por parte de su compañera—. No puedo creer que nadie se detenga a auxiliarnos.

Mi media langosta Where stories live. Discover now