🦞 Capítulo 7.

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Sam tuvo que agudizar su sentido auditivo y procesar, lo último que la chica había pronunciado; entonces comprendió de lo que se trataba. Rasgó, ágilmente, la parte baja de la camiseta que había puesto sobre Angélique y tironeó, suavemente, de ella, que no se movió.

—Anda, ven. Busquemos un lugar donde puedas tener algo de privacidad —le pidió con voz dulce.

La mujer permaneció en la misma posición.

—Qué vergüenza... —masculló entre dientes.

—Anda, Angélique —la apuró. Al ver que la chica seguía sin moverse, él continuó—: Ya sé lo que pretendes... ya lo entiendo —expuso—. Si lo que pretendes es hacerte encima, para que tenga que cederte mis pantalones, y así, verme obligado a andar desnudo mientras tú te deleitas observando mi perfecto cuerpo, olvídalo —bromeó y luego, negó con su dedo índice—. Eso no va a pasar, sweetheart. Si llegaras a hacerte encima, la que tendrá que andar desnuda serás tú, o bien, puedes quedarte con la ropa sucia —culminó, haciendo una mueca de asco.

Angélique oprimió una risa, en pro de mantener a flote un poco de su dignidad. No quería que lo que Sam manifestó, sobre lo que ella supuestamente pretendía, se hiciera realidad. Caminó con el trasero fruncido, buscando resguardar lo que amenazaba, vivamente, con salir de su ano.

Sam se abrió paso entre la maleza con dificultad. Angélique lo seguía con el pulso acelerado; sudaba, pero esta vez no era solo por el sol. Se sentía fría. El malestar empeoraba a medida que pasaban los segundos y se hacía cada vez más dificultoso controlarlo. Avanzaron un par de metros, en los que Sam consideró que Angélique tendría «privacidad» y en los que la vista desde la autopista parecía ser nula. Sam le indicó a la ejecutiva que avanzara un poco más y esta así lo hizo. Él se quedó allí, esperando de espaldas. No pudo evitar reír un poco al imaginar la escena y con mucho esfuerzo, controló la risotada que desafiaba con salir expulsada.

Angélique tomó una bocanada de aire; se dio fuerzas y al mismo tiempo, recriminaba al universo y a su organismo por ponerla en una situación tan bochornosa para ella, como lo era esa. Desabrochó su pantalón, bajándolo junto a su panti. Se ubicó de cuclillas estratégicamente, y permitió que su intestino grueso descansara, dejándolo como ganador de la batalla que llevaban peleando. Limpió lo propio con el retazo de tela que Sam le había proporcionado minutos antes, dobló cuidadosamente y volvió a limpiar, apretando sus facciones con evidente asco. Sentía la piel de su rostro arder, pero no por las quemaduras del sol, sino por la vergüenza que experimentaba, al estar en aquella situación frente al hombre que tanto le gustaba. Nunca imaginó, que Angélique Paulette de Uribe —sobre todo la que llevaba el apellido de su esposo— vivenciara, algún día, un escenario como aquel, y menos aún, siendo la protagonista.

Desde la distancia, observó a Sam, inmóvil en el mismo lugar en el que lo había dejado. Se acercó cautelosa, como apenada. Identificó, cuando estuvo lo suficientemente cerca del joven, quien no había percibido su presencia, movimientos inusuales en su cuerpo; su espalda descubierta, ancha y fornida, temblaba, como si de una convulsión se tratase.

—Te estás riendo de mí, maldito —lo acusó, susurrando a sus espaldas.

Sam no se giró. Fue ella quien se vio forzada a avanzar un poco más hasta estar frente a él.

Con los labios apretados y cubiertos por el dorso de su mano que, a su vez, mantenía empuñada, Sam oprimía una risa.

—¿No te parece que esto es demasiado vergonzoso para mí, como para que encima te burles? —reclamó Angélique con sus facciones llenas de indignación. Tensó la mandíbula y luego, atrapó su labio inferior entre sus dientes, luchando por no permitir que la risa, ahora desenfrenada del británico, la contagiara. Cuando estuvo segura de que se podía controlar, agregó en un murmullo—: Te odio... Me las vas a pagar —sentenció fingiendo estar enojada, mientras buscaba a su alrededor algo con lo que poder castigar a Sam.

Mi media langosta Donde viven las historias. Descúbrelo ahora