🦞 Capítulo 8.

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Cartagena de Indias, D.T. y C. – La ciudad amurallada.

El Chevrolet Spark GT, de un tono grisáceo, aparcó frente al edificio de aproximadamente 13 pisos, ubicado en uno de los barrios centrales y de buen estrato de la ciudad de Cartagena.

Durante todo el trayecto del viaje, la pareja estuvo conversando —más que todo con Sam—, acerca de aspectos generales de la vida, como deportes, política, lugares extraordinarios del país que visitar, de la misma Cartagena y hasta hubo espacio para abarcar debates sobre la moralidad de la humanidad. Se habían detenido en un restaurante situado a la orilla de la autopista, en el que Sam y Angélique se habían alimentado e hidratado.

Cuando llegaron a su destino, el músico sacó de su cartera algunos billetes de la más alta numeración, ofreciéndoselos a Jacinto, que, por supuesto, se opuso a aceptar ningún tipo de pago por aquella obra que había realizado desinteresadamente.

Sam y Angélique bajaron del auto, no sin antes, agradecer, por doceava vez, a la pareja que los había rescatado de aquella tortura que habían estado viviendo. El chico optó por dejar los billetes, con disimulo, sobre el apoyabrazos, pues insistió e insistió al hombre y solo recibió negativas por su parte.

Subieron las amplias escaleras que los llevaban hasta la puerta principal del edificio, cuyo nombre, —«Las Cayenas»— reposaba con el contorno iluminado por luces claras, en la pared frontal cubierta por azulejos de color crema. Angélique asoció el nombre, de manera inmediata, a las flores que embellecían los extremos del camino que recorrían. Llegados a la puerta, de un vidrio polarizado que impedía apreciar el interior, Sam empujó, luego de que se escuchara un tenue pitido.

Se encontraron del otro lado con el que sería el portero en turno del edificio.

Retirándose la gorra de un color azul oscuro y abriendo los brazos, el hombre se acercó a Sam cobijándolo con evidente felicidad. Angélique no pudo evitar sorprenderse ante tal grado de camaradería, mientras observaba a Sam corresponder con una sonrisa en los labios.

El hombre reparó a los recién llegados, interrogando enseguida al inquilino bien conocido por él, sobre el porqué de sus fachas. Entonces, se dispuso a comentarle muy superficialmente las aventuras de aquella tarde. Angélique giró su cuerpo y observó, por medio del vidrio, la puesta de sol llegando a su fin, dándole paso a la oscuridad de la noche.

—Bien... Supongo que aquí nos despedimos... —Cuando Sam se plantó a su lado ella rompió el silencio, con el mentón erguido, como si no le afectara decir adiós.

—¿Te vas a ir así? —inquirió, mirándola de arriba abajo—. No te sientas ofendida, pero no te ves nada bien. Creo que es mejor que te des una ducha antes, y que cambies la ropa por una limpia. —Angélique lo miró con recelo—. No te tomará mucho tiempo. Tengo los implementos necesarios para asear tu ropa.

No le costó mucho convencerla.

Con parsimonia se desplazaron hasta el elevador, que los llevó hasta el piso número tres. Transitaron por el corto pasillo hasta llegar al fondo. Cuando la puerta principal del apartamento número trescientos cinco se abrió, Angélique ingresó siguiendo a Sam, que oprimió enseguida el interruptor para encender la luz.

La mujer estudiaba meticulosamente el lugar en el que se encontraba, aunque no había mucho que ver: una pequeña cocina en vertical a su izquierda, el cuarto de baño en el que Sam había ingresado a su derecha; avanzó por el pasillo para encontrarse con el cuarto, en el que se hallaba una cama de grandes proporciones con una mesa de noche acompañando cada uno de sus extremos; un televisor colgaba de la pared del frente de la cama, y debajo de este, un mueble largo de piso, que abarcaba desde el borde del mesón de la cocina, hasta la pared del fondo, del que una cortina caía, cubriendo todo lo que se encontraba detrás. No había puertas divisorias, solo la del baño; el armario abarcaba toda la pared de este, que daba hacia la habitación. Los colores y el decorado estaban bien, aunque el espacio no era el mejor; solo el justo y necesario para moverse con facilidad.

Mi media langosta Where stories live. Discover now