🦞 Capítulo 12.

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La presión que se había instalado en su pecho desde el día anterior había incrementado la intensidad desde aquella mañana. Ya era viernes y, al día siguiente, Angélique retomaría su vida como si nada de lo vivido aquellos días hubiese ocurrido. Y él tendría que hacer lo mismo.

Se había recriminado el día pasado por ello, cuando acompañó a la mujer a su pent-house a recoger una pequeña maleta con algunas pertenencias suficientes para los días siguientes, y con otras más, que pensaba llevar consigo a su casa en la capital. La presión había empezado a tomar fuerza; sin embargo, se había visto apaciguada, luego del increíble día que habían compartido. Ni siquiera tenía palabras para describirlo. Se habían dedicado a visitar los sitios turísticos de la ciudad como un par de tortolitos enamorados. Sam nunca había disfrutado tanto de esos paseos como aquel día; todo, gracias a la compañía. La capa de finura y superficialidad que la había estado cubriendo se había desmoronado, dejando al descubierto la sencillez de la primera noche que compartieron juntos, y él había visto en ella todo lo que le gustaba en una mujer: divertida, conversadora, muy auténtica e ingeniosa, capaz de arrancarle una sonrisa en el momento menos esperado, apasionada, sin dejar de lado, por supuesto, su belleza externa. Todo de ella le encantaba. Incluida la pizca de maldad que la caracterizaba y que combinaba a la perfección con sus matices traviesos. Y ni hablar del sexo.

Aquella mañana habían tenido que ir hasta la estación de policía, debido a que se habían comunicado con Sam, informándole que, luego de ofrecer una jugosa recompensa, al final su pasaporte había aparecido. Sam había suspirado aliviado ante el hecho, pues, el no hallarlo hubiera supuesto un gran dolor de cabeza. Luego de aquel evento, decidieron pasar la tarde en la playa, aprovechando que el sol, aquel día, se había compadecido de ellos. O, mejor dicho, las nubes estaban haciendo un muy buen trabajo.

Observó a Angélique emerger de las cristalinas aguas, cubierta por su diminuto y sensual bikini. Sam babeó por ella. Tragó saliva al hacer consciente la significancia de aquel sentimiento que se le arremolinaba en el estómago, le oprimía el pecho y casi que le impedía respirar. Su corazón latía arrebatado.

Estaba enamorado.

Estaba loco por ella.

Justo aquel sentimiento era el que buscaba evadir cuando se negaba a recular ante los deseos que lo consumían por dentro. Ahora no quería que lo abandonara. No quería que nada de aquello acabara.

Ciertamente, sus deseos más profundos se centraban en ser correspondido más allá de la piel; quería que ella se enamorara genuinamente de él, por ello, había dejado que la relación fluyera, y él, se había mostrado sin filtros, aunque eso implicara que su corazón no alcanzara la dicha que tanto deseaba. Fingir para atraer su atención no lo consideró una opción. Tampoco había vuelto a pedirle que se quedara con él, pues no quería que se sintiera presionada. Podría volver a hacerlo, meditaba. Podría pedírselo una última vez, a sabiendas de que su respuesta le podría despedazar el alma.

Sus miradas se encontraron, ocasionando que una electricidad lo recorriera de punta a punta. No obstante, ni la fuerza de aquel sentimiento lograba sosegar la sensación de tener una daga envenenada clavada en medio de su pecho, cuya sustancia tóxica, parecía invadir su torrente sanguíneo, quemando y arrasando con todo a su paso.

Frunció sus labios en una sonrisa casi que forzada.

—El agua está deliciosa, pero no es lo mismo sino estas tú. —Angélique se dejó caer sobre la arena, acomodándose a su lado e inclinó la cabeza para posar un beso fugaz en la mejilla de Sam—. ¿Todo bien?

Sintió el calor de su aliento acariciar su piel. Ladeó el rostro y rozando sus labios, respondió:

—Todo magnífico...

Mi media langosta Donde viven las historias. Descúbrelo ahora