Prefacio.

17.4K 252 40
                                    

                 

Esas mujeres —como Betsabé, del Antiguo Testamento; Helena de Troya; la sirena china Hsi Shi, y la más grande de todas, Cleopatra— inventaron la seducción. Primero atraían a un hombre por medio de una apariencia tentadora, para lo que ideaban su maquillaje y ornamento, a fin de producir la imagen de una diosa hecha carne. Al exhibir únicamente indicios de su cuerpo, excitaban la imaginación de un hombre, estimulando así el deseo no sólo de sexo, sino también de algo mayor: la posibilidad de poseer a una figura de la fantasía. Una vez que obtenían el interés de sus víctimas, estas mujeres las inducían a abandonar el masculino mundo de la guerra y la política y a pasar tiempo en el mundo femenino, una esfera de lujo, espectáculo y placer. También podían literalmente descarriarla, llevándolas de viaje, como Cleopatra indujo a Julio César a viajar por el Nilo. Los hombres se aficionaban a esos placeres sensuales y refinados: se enamoraban. Pero después, invariablemente, las mujeres se volvían frías e indiferentes, y confundían a sus víctimas. Justo cuando los hombres querían más, les eran retirados sus placeres. Esto los obligaba a perseguirlos, y a probarlo todo para recuperar los favores que alguna vez habían saboreado, con lo que se volvían débiles y emotivos. Los hombres, dueños de la fuerza física y el poder social —como el rey David, el troyano París, Julio César, Marco Antonio y el rey Fu Chai—, se veían convertidos en esclavos de una mujer.

En medio de la violencia y la brutalidad, esas mujeres hicieron de la seducción un arte sofisticado, la forma suprema del poder y la persuasión. Aprendieron a influir en primera instancia en la mente, estimulando fantasías, logrando que un hombre siempre quisiera más, creando pautas de esperanza y desasosiego: la esencia de la seducción. Su poder no era físico sino psicológico; no enérgico, sino indirecto y sagaz. Esas primeras grandes seductoras eran como generales que planeaban la destrucción de un enemigo y en efecto, en descripciones antiguas la seducción suele compararse con una batalla, la versión femenina de la guerra. Para Cleopatra, fue un medio para consolidar un imperio. En la seducción, la mujer no era ya un objeto sexual pasivo; se había vuelto un agente activo, una figura de poder. Con escasas excepciones —el poeta latino Ovidio, los trovadores medievales—, los hombres no se ocuparon mucho de un arte tan frivolo como la seducción. Más tarde, en el siglo XVII, ocurrió un gran cambio: se interesaron en la seducción como medio para vencer la resistencia de las jóvenes al sexo. Los primeros grandes seductores de la historia —el duque de Lauzun, los diferentes españoles que inspiraron la leyenda de Don Juan— comenzaron a adoptar los métodos tradicionalmente empleados por las mujeres. Aprendieron a deslumbrar con su apariencia (a menudo de naturaleza andrógina), a estimular la imaginación, a jugar a la coqueta. Añadieron también un elemento masculino al juego: el lenguaje seductor, pues habían descubierto la debilidad de las mujeres por las palabras dulces. Esas dos formas de seducción —el uso femenino de las apariencias y el uso masculino del lenguaje— cruzarían con frecuencia las fronteras de los géneros: Casa-nova deslumbraba a las mujeres con su vestimenta; Ninon de l'Enclos encantaba a los hombres con sus palabras. Al mismo tiempo que los hombres desarrollaban su versión de la seducción, otros empezaron a adaptar ese arte a propósitos sociales. Mientras en Europa el sistema feudal de gobierno se perdía en el pasado, los cortesanos tenían que abrirse paso en la corte sin el uso de la fuerza. Aprendieron que el poder debía obtenerse seduciendo a sus superiores y rivales con juegos psicológicos, palabras amables y un poco de coquetería. Cuando la cultura se democratizó, los actores, dandys y artistas dieron en usar las tácticas de la seducción como vía para cautivar y conquistar a su público y su medio social. En el siglo X DC sucedió otro gran cambio: políticos como Napoleón se concebían conscientemente como seductores, a gran escala. Estos hombres dependieron del arte de la oratoria seductora, pero también dominaron las estrategias alguna vez consideradas femeninas: montaje de grandes espectáculos, uso de recursos teatrales, creación de una intensa presencia física. Todo esto, aprendieron, era —y sigue siendo— la esencía del carisma. Seduciendo a las masas, pudieron acumular inmenso poder sin el uso de la fuerza.

El arte de la seducciónWhere stories live. Discover now