Capítulo único

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Y ésta, cómo no, es una de mis canciones favoritas.

¿Estás yendo a Scarborough fair? Perejil, salvia, romero y tomillo. Recuérdale a alguien que vive allí, que una vez fue mi amor verdadero.

—Rose

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Are you going to Scarborough Fair?
¿Estás yendo a Scarborough Fair?

Inglaterra se sentía infinitamente agradecido con los Tudor. Enrique, a pesar del desorden en el que había convertido su vida, lo hizo crecer, y es por ello que su devoción y fidelidad hacia la Casa Regente eran incuestionables. Ya no tenía que darle cuentas a un estúpido mortal que se hacía llamar "vicario de Cristo", uno que no era mucho más que él o que alguien de su casa. Le debía a Enrique no seguir siendo uno de los idiotas que aún seguía besando el piso por el que ese humano caminaba y se lo agradecía con el alma.

Era soberbio y Enrique VIII le había dado razones para serlo. Ya no tenía la apariencia del pequeño niño que tenía que correr a esconderse de sus hermanos; era un hombre ahora, uno que podía tener el mundo entero a sus pies si así lo deseaba.

Parsley, sage, rosemary and thyme.
Perejil, salvia, romero y tomillo.

Una vida de excesos tenía sus consecuencias y los humanos no gozan de la inmortalidad que él poseía, aunque hubiesen movido cielo y tierra por obtenerla. La salud del rey se agravaba, y era solo cuestión de tiempo para que la vida del monarca se escurriera entre sus manos.

Inglaterra tenía miedo.

¿Quién, sino Enrique, podría continuar? ¿Eduardo sería capaz? Tenía que serlo, era un Tudor y Arthur no iba a dejar que el azar estuviese a punto de decidir por él y su gente.

El día vigésimo-octavo del primer mes vino para llevarse el último aliento de Enrique y, antes de los treinta días, Eduardo VI fue coronado a pesar de ser un niño. Era protestante como su padre, pero aún tenía diez años, así que el Consejo fue quien asumió el control del reino. El traidor de Escocia se había aliado con Francia haciendo que la situación para su casa se complicara; por lo que Arthur, atado de manos, decidió adoptar a Eduardo como su protegido y encargarse de su formación personalmente, tomando el puesto a su lado en las reuniones como su tutor. El joven Rey era brillante y fue solo cuestión de tiempo para que terminara ganándose al Consejo entero. Y así, al cumplir dieciséis, lo declararon con mayoría de edad y pudo asumir, ahora con autonomía, la corona de Inglaterra.

Tal vez el único defecto del niño era ser joven e inocente, convirtiéndolo en una presa fácil para que los lobos con piel de cordero del Consejo se repartieran sus carnes a la más mínima oportunidad que se les presentara. Eso... Y su salud.

No había transcurrido mucho tiempo desde aquel día y ya estaba al borde de la muerte. Arthur había llegado a querer al niño, para bien o para mal, y ahora la única opción que tenía entre manos era verlo morir frente a sus ojos, sin más ni menos. Eduardo, siendo tan cercano a él como podía serlo, se las arregló para fijar una línea sucesoria en la que no incluía a su hermana católica, como una última muestra de afecto y agradecimiento a su tutor.

Arthur iba a verlo en persona cada día con el único propósito de cuidar de él en su lecho de muerte, haciendo oídos sordos a los cuchicheos del Consejo. Un día de aquellos, uno de los tantos que ya habían transcurrido, abrió la puerta de la recámara y encontró a Eduardo recostado en la cama, agotado, como si el peso de su propia existencia hubiese caído sobre el rostro y los ojos de aquel humano en lugar del suyo, y supo entonces que el momento había llegado. Titubeó por unos segundos antes de avanzar hasta que, haciendo acopio de toda su fuerza, continuó y se sentó junto al pequeño rey, sosteniendo las manos frías de un niño que no llegó a ser hombre y él no pudo evitarlo.

Scarborough FairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora